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domingo, 24 de mayo de 2015

Derechos Humanos... @dealgunamanera...

Derechos humanos…

Fotografía: Profesor Pablo Frisch 

Nunca entré en la ESMA: y si de mí depende, nunca lo haré. Allí no están mis dos hermanos presos desaparecidos en la tenebrosa Escuela de la Armada. Arrojados al mar desde los vuelos de la muerte, según pude reconstruir tan sólo dos años atrás a partir del relato de un sobreviviente que a su vez reprodujo una conversación con uno de los represores, el día que hizo un comentario sobre el  “vuelo de las cordobesistas”: mi hermana Cristina y la Colorada, compañera de mi hermano Néstor, de cuyo final nada sabemos.

Pero si en la ESMA no están nuestros muertos, sí están los fantasmas de todos los padecimientos que sufrieron. La crueldad de los vuelos los días miércoles y los muertos en la tortura, cuyos cuerpos desaparecían cremados en “la parrilla”, los “asaditos” en la tenebrosa expresión de los represores según reconstruyeron los sobrevivientes de la ESMA.

El  inmenso edificio de la Avenida Del Libertador está poblado por los ayes de dolor, las culpas de la delación, el “sometimiento a la esclavitud” como todavía nombramos lo que más cuesta definir y menos juzgar, esos dirigentes montoneros que desde los sótanos de la ESMA colaboraban con las ambiciones políticas de Eduardo Massera, quien quería ser el nuevo Perón de Argentina. O el heroísmo de Víctor Basterra, quien como obrero gráfico fue obligado a falsificar documentos, pero a la par, fue el único que consiguió sacar de la ESMA las únicas fotografías que probaron lo que deliberadamente se hizo desaparecer.

Otros sobrevivientes fueron menos heroicos, reconvertidos hoy en funcionarios o espías del Estado.

Pero si en la ESMA no están nuestros muertos, sí está lo que consentimos como sociedad por miedo o indiferencia. Nuestra tragedia, también, nuestra vergüenza. Nuestras responsabilidades y nuestras culpas. Todo lo que debemos exorcizar con antídotos democráticos para que decidamos qué debe levantarse en ese lugar. Si una discoteca o un mausoleo.

Sin embargo, antes debemos  limpiar esa monstruosidad que significó hacer desaparecer los cuerpos, arrojados al mar o al Río de la Plata, cremados en “las parrillas”. Quien no sea capaz de reconocer lo que significa ese calvario corre el riesgo de ser tragado, deformado por esa misma monstruosidad. Esto es lo que  defiendo desde el día que conocimos que el ministro de Justicia y Derechos Humanos había organizado un asado de fin de año; o que el gobierno de la ciudad le sacó la custodia de los lugares de la memoria, entre ellos la ESMA al Instituto de la Memoria, conformado por sobrevivientes de la ESMA y figuras relevantes de los derechos humanos, como el Premio Nobel de la Paz, Pérez Esquivel, para que el Museo de la ESMA sirva antes de propaganda política que de auténtica reserva de la memoria. Un proyecto museográfico con injustificadas cláusulas de confidencialidad, encomendado a la Universidad de San Martín, que contraría lo que disponen los códigos de ética de la museología del nazismo en Alemania. A la hora de reconstruir los museos el Holocausto evitan la injerencia del partidismo, tanto el adoctrinamiento como los golpes bajos.

No dudo de la emoción de la Presidenta, quien como muchísimos argentinos llegó tarde a la tragedia de los desaparecidos. Nadie sale indemne después de conocer lo que allí sucedió, sobre todo, la milagrosa vida de esos bebés nacidos en cautiverio, convertidos hoy en adultos. Como Victoria Donda y Juan Cabandié, quienes, pienso más de una vez, pudieron nacer al lado de mis hermanos. ¿Por qué glorificar ese pasado que no termina de pasar y dejó tanta muerte y sufrimiento? ¿Por qué falsear la historia?

El mismo año que mis hermanos fueron secuestrados, Néstor y Cristina Kichner cambiaba pañales en la Patagonia por el nacimiento de Máximo. Un desfase de tiempo que me hizo sospechar sobre la culpabilidad escondida en nuestra sociedad que explica la sobreactuación de los que creen que la causa de los derechos humanos nació con ellos.

Los Kirchner llegaron a la presidencia dos décadas después del Juicio a las Juntas que el 9 de diciembre condenó a los jerarcas de la dictadura por el plan de exterminio organizado desde el Estado. Una bisagra histórica que abrió camino a lo que nunca tuvimos, continuidad electoral. En cambio, el proceso de revisión del pasado de terror no fue lineal ni contó con el consenso político de los peronistas. Paradójicamente, el sector político más perseguido.

Es comprensible que en la medida en que nos fuimos alejando del terror, otras generaciones y otras personas que antes tuvieron miedo se fueron incorporando a la revisión del pasado. Pero en lugar de la antorcha que se pasa como un símbolo de permanencia y continuidad de la memoria, el gobierno de la pareja Kirchner inauguró su propia gesta de los derechos humanos a expensas de negar a los otros. Y el miedo cambió de lugar: la glorificación del ideal revolucionario estalló como las bombas detonadas en su nombre y el pasado nos volvió a amenazar. Afuera se puso lo que recibimos a manos llena, la desconfianza, el miedo y la delación. Aparecieron los comisarios políticos, los escribas del poder público nos mataron la reputación, se burlaron de nuestras vidas, nos hicieron desaparecer simbólicamente. Esa vieja tradición de negar lo que molesta y creer que nuestra existencia se la debemos a los poderosos que levantan o destruyen monumentos.

En nombre de esa utopía de amor y pacificación que son la causa de los derechos humanos, salió lo peor. No quiero cometer lo que critico: me importa menos lo que las personas hicieron en el pasado que su compromiso actual con lo que está amenazado, el sistema democrático. No conocí a  Horacio Verbitsky hasta que compartí esa cofradía de los que día a día, a lo largo de medio año,  fuimos al Juicio de las Juntas. Aprendí a respetarlo por las denuncias de corrupción y su defensa de la prensa en un sistema democrático. Para mí, eso ya lo redimió. No me gusta que hoy  nos patrulle ideológicamente, ni sus columnas metan miedo, como he visto más de una vez en el Congreso. Al revés, en el pasado, cuando éramos pocos los que denunciábamos los robos de bebés, aprendí a respetar a Estela Carlotto, quien junto a otra de las fundadoras de Abuelas de Plaza de Mayo, Chicha Mariani, recorrieron el mundo y consiguieron que la ciencia avanzada de los EE.UU. se pusiera al servicio de nuestra tragedia, con la invención del “índice de Abuelidad” que permitió identificar a una centena de niños secuestrados. Incluido el nieto de Estela. Sin embargo, ignora los temores de las que fueron sus compañeras de lucha, como Chicha.

No me gusta reconocer el miedo de los que temen las columnas de Verbitsky ni los que no se animan a contradecir a Carlotto. El temor a ser y decir lo que se piensa contraría los principios de igualdad y respeto, sustento filosófico de los derechos humanos. Porque siempre le tememos al poder. Y a sus represalias.

En cambio, respetamos la autoridad de los que, como Mandela o Gandhi, nos enseñan a luchar sin violencia para vivir en paz.

© Escrito por Norma Morandini, Senadora de la Nación el domingo 24/05/2015 y publicado por el Diario Perfil de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.

domingo, 15 de marzo de 2015

Una visita a la isla de los silencios… De Alguna Manera...

Una visita a la isla de los silencios… 

  
En 1979, la isla fue usada para llevar prisioneros que había que esconder por la visita de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Denunciada desde la democracia, fue ubicada por sus sobrevivientes y recién ahora, tras más de treinta años, finalmente inspeccionada por la Justicia.

El apostadero de Prefectura de San Fernando aparece al borde de la costa, contra el fondo de un camino de tierra. De a poco llega un fiscal, los abogados de las querellas y los defensores de los marinos de la Escuela de Mecánica de la Armada. Un prefecto toma nota de los nombres. Hay veinte lugares disponibles. Luego van llegando siete sobrevivientes del centro clandestino. Todos suben a bordo de una embarcación para hacer el recorrido de tres horas que los sobrevivientes hicieron encapuchados y engrillados, más de treinta y cinco años atrás. “¡Lancha rara era esa! –dice uno de los siete, Víctor Basterra–. ¡Mas que lancha, era un lanchón! Nos habían tirado una lona encima, siempre con capucha, pero la lona era para que no nos viera la gente.”

El viaje es hacia la isla El Silencio, ubicada en la segunda sección del Delta en la localidad de San Fernando, donde funcionó transitoriamente un centro clandestino de detención. Entre agosto y septiembre de 1979, el GT3.3.2 llevó ahí a unos 40 prisioneros para esconderlos durante la visita de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos a la ESMA. La isla fue numerosas veces denunciada. Lo hicieron los sobrevivientes y el CELS, que documentó la relación del predio con el Arzobispado de Buenos Aires y la venta de la isla al GT de la ESMA. En los ’80, casi a tientas, un grupo de sobrevivientes logró encontrar finalmente su ubicación, pero la Justicia tardó treinta años en hacer algo. Recién la allanó en 2013, y lo más sorprendente para quienes estuvieron en uno y otro momento fue que todo estaba como en 1979, como congelado en el tiempo. Hallaron la piedra de afilar machetes, un buggy derruido, un mueble de cocina y la cocina económica. La isla pasó por varias manos desde aquel momento. La Justicia investiga las trasferencias. Sobre la isla pesa una orden de no innovar y un pedido de los sobrevivientes para que se expropie. La semana pasada, el TOF 5 a cargo del juicio oral de la ESMA hizo una inspección ocular. Hacia allí fue el barco.

“Siempre hemos declarado la existencia de la isla”, dice durante el viaje Enrique “Cachito” Fukman. “La primera vez que se hizo algo fue hace dos años. Por eso preguntamos cuáles son los motivos por los que la Justicia en estos treinta años nunca allanó. Lo que pensamos es que tiene que ver porque obviamente está involucrada la Iglesia en toda esta situación: al haber sido una isla de la curia, aclaremos que en la década del ’60, a esta isla, venía (Antonio) Caggiano por ejemplo que era el Arzobispo de Buenos Aires. Se hacían almuerzos con los seminaristas. Con esto estamos diciendo que por acá pasaba la cúpula del Episcopado.”

En el viaje, se van presentando otros que viajaron a la isla en distintos momentos de 1979. Hay dos de la “perrada”, Alfredo Ayala “Mantecol” y Leonardo “Bichi” Martínez, parte de los detenidos obligados a hacer tareas de mantenimiento en la ESMA y en estructuras satélites, como estas casas operativas o en las robadas y revendidas para el saqueo. Hay tres que fueron asignados al “trabajo esclavo”: Fukman, el “Sueco” Carlos Lordkipanidse y Angel “Taita” Strasseri. Y hay dos “capuchas”, Víctor Basterra y Osvaldo Barros, dos de los 15 a 20 detenidos-desaparecidos que permanecían encapuchados, engrillados y hacinados abajo de la Casa Chica de la isla. Era en una estructura construida entre los pilotes, con paredes de barro, donde la mayoría pasaba los días tirados en lonas sobre el suelo de tierra.

“Antes de la venta, esta isla se la dieron a (el cura Emilio) Graselli, que era el que ya la estaba administrando. Casi podríamos decir que fue un armado previo para hacer el negocio con la Armada: porque se la vende a la Armada en una venta fraudulenta. El GT la compra, no a nombre de ninguno de ellos sino usando los documentos de (Marcelo Camilo) Hernández, que era un secuestrado que había sido liberado y estaba en el exterior. Entonces la compra era fraudulenta. Y Graselli sabía.”

La mayor parte de los sobrevivientes viaja ahora en cubierta. Basterra cada tanto se para, da vueltas. Son casi las once de la mañana y el sol es fuerte. Los prefectos sirven un plato de galletas. El Bichi Martínez tiene una foto. Es de los que mas estuvo en la isla. Los de mantenimiento habían viajado con el prefecto represor Héctor Febres un fin de semana a evaluar arreglos. Volvieron más tarde con chapas y maderas. En la foto, a Bichi se lo ve elegante, con ropa de sábado a la noche, entre tres suboficiales. Los Verdes. La escena es de un club de la zona, parte de un baile, según cuenta, un día en el que después de hostigarlos, los suboficiales eran capaces de llevarlos a pasear.

“Cuando volvimos nos trajimos todos los elementos para trabajar en la reparación de la casa –dice Mantecol–. Reparamos la Casa Grande, el piso y los techos. Me acuerdo varias anécdotas, como cuando encontramos un panal de abejas. Abajo de la casa cambiamos los postes deteriorados. Pusimos un baño en condiciones. Le pusimos ducha porque no tenía. Pero lo primero fue el muelle: arrancamos por ahí, porque era un pedazo de madera. Y después hicimos de nuevo el puentecito que iba de una a otra casa.”

Como en 1979, el viaje a la isla toma tres horas. La última escala es a unos mil metros de la isla, en el puesto de Prefectura ubicado entre el Paraná Mini y el Chañá-Mini. Los jueces ya llegaron, en helicóptero.

La casa sin aire

La isla El Silencio sigue teniendo las dos casas. En la Casa Grande alojaron al grupo de secuestrados enrolados en el trabajo forzado y lo que el GT llamó proceso de recuperación. En la Casa Chica, a unos metros de distancia y separada por el pequeño puente, estaba el resto de los prisioneros, tabicados, ubicados entre paredes húmedas, un hueco ganado a la tierra, en condiciones deplorables. Entre los que estaba el grupo Villaflor, Juan Carlos Anzorena y el vasco Urretavizcaya.

En aquellos días, la isla tenía sus rutinas. En la cocina estaban tres prisioneras, Thelma Jara de Cabezas, Blanca “Betty” García Alonso de Firpo y Lucía Deón. Thelma llegó un poco más tarde que el resto de los detenidos, después de una gira de falsas entrevistas y propaganda en Uruguay. Las tres mujeres hacían comida para los prisioneros y para los guardias. Dicen que Thelma decía que cuando comían cosas sabrosas se ponían de mejor humor. En esos días también comieron mejor los de Capucha: muchas veces recibían mejor comida, porque se las llevaban sus compañeros, porque los guardias no querían ni siquiera acercarse por el olor.

“El grupo de tareas tenía plantaciones”, dice Fukman. “Había de álamos y antes había sauces y fornio, una planta de hojas muy filosas con la cual después se hace hilo. Lo primero que nos hacen hacer es abrir una picada a machetazos. Vos decís ¿cómo nos daban machetes? Muy sencillo, íbamos en fila desmalezando y ellos estaban a los costados con los fusiles automáticos. ¿Viste las películas que aparece el tipo con el fusil y los esclavos? Bueno, igual pero esto no era una película.”

La isla así pensada parece una unidad productiva aparentemente importante. ¿Cómo era eso del tractor?, les preguntó Obligado a los sobrevivientes. Ellos dijeron que después de desmalezar, un grupo cortaba árboles con motosierras; otro hombreaba los cortes y los cargaban en un tractor. El tractor acercaba los cortes a la costa, los bajaban y los subían a una lancha.

–¿De qué empresa era esa lancha? ¿Los vendían? –preguntaron los periodistas.

–Era una empresa privada. Lo vendía el GT. El GT tenía mano de obra gratis con esto, ¡qué más querían!. Y el otro trabajo que hacíamos era cortar las hojas de fornio. Tenías que usar guantes porque sino te cortabas, porque es muy filosa. Había que juntar todo. Llevarlas a la costa y después se la llevaban.

La estadía de ellos en la isla duró alrededor de un mes, aunque algunos de la “perrada” volvieron a hacer trabajos esporádicos. Mientras estuvieron todos, cuentan, los trabajos se hacían a la mañana. Después se almorzaba. Y a la tarde había partido o como dicen ellos: falsos partidos. “Se hacían los falsos partidos: nos decían que si ganábamos nos mataban, pero por más que nos decían así siempre ganábamos.”

Abajo

En el muelle había un cartel con el nombre El Silencio. Desde la costa todavía se ve la Casa Grande, sostenida por los pilotes típicos del Delta. En un costado, una cocina vieja apoyada a una escalera reemplaza los primeros escalones. Por ahí suben, con dificultad, el juez Obligado, la jueza Adriana Paliotti y Leopoldo Bruglia. Un secretario pregunta en voz alta quién es quién y mientras calcula cuánto más puede resistir esa escalera que es una de las entradas a la casa. Suben los sobrevivientes. Y el resto.

–Esta es la entrada que estaba habilitada en ese momento –dice uno, a modo de guía.

–Mostrar, muestre lo que quiera –le dice el juez–, pero no haga valoraciones.

–Esta es la Casa Grande... –intenta seguir.

—¡Un minuto que lo van a filmar! –lo interrumpen.

–Esto es lo que se llamó la Casa Grande –comienza de nuevo– que es el lugar donde estábamos aquellos que estábamos en estado de esclavitud. Los “capucha” estaban en la otra casa. A esta se subía por este lado. Y se entraba por acá, directamente en lo que es la cocina.

Adentro está todo como estaba, lo que impresiona. El mueble en esquina. La cocina económica. Los techos. Los pedazos de madera de la galería que Mantecol alguna vez cambió. También hay huellas de posters más nuevos. Y marcas que indican que la casa recientemente se usó. El Sueco Lordkipanidse pasa de un cuarto al otro. Les habla a los jueces. Les dice dónde estaban ellos. Dónde las mujeres. Dónde dormían los suboficiales. Acá está el mismo mueble, dice. Los baños.

Osvaldo Barros, como perdido, entra buscando la puerta de un baño, el único momento en el que estuvo en la Casa Grande porque estaba en la Capucha, y ese momento fue el único día que los llevaron a ducharse.

El Sueco entonces pasa a otro cuarto. Y vuelve a pasar. Y de pronto dice, bueno, ya está, salgamos de acá.

Tardó tres horas en llegar. O tres décadas. Ahora está ahí. Entró hace relativamente poco. El fiscal Guillermo Friele en la puerta dice que lo más importante de este lugar es eso: que no cambio nada. Que es como entrar a la ESMA. El Sueco también piensa lo mismo, pero no está tan seguro de las razones: “No sé hasta qué punto esto es un mensaje”.

En la casa chica un secretario pregunta algunos datos. Víctor Basterra saca una foto. “Esta parte de arriba era la habitación de los guardias –dice Basterra–. Muchas noches los guardias venían todos borrachos, se ponían a bailar, a zapatear. Caía una nube de polvo sobre nosotros. Provocó gritos, ataques de nervios porque era un ruido infernal. Me acuerdo que una noche fue tal el lío que hicimos, los gritos que pegamos nosotros, que vino un oficial y paró un poco lo que estaban haciendo arriba los guardias.” El piso se movía. Abajo había varios sobre el suelo, pero también había dos cuchetas de metal con las mujeres. Uno de esos gritos era de la Gallega, María Elsa Garreiro Martínez, la esposa de Raimundo Villaflor, tenía la cara pegada a la viga del techo, el piso de la casa de arriba.

El secretario del juzgado escucha. Hace cuentas mentales otra vez. Esta vez dice algo, el terror, el estado de pánico.

© Escrito por Alejandra Dandan el domingo 15/03/2015 y publicado por el Diario Página/12 de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.




jueves, 22 de mayo de 2014

El secuestro de la verdad... De Alguna Manera...

El secuestro de la verdad...



Con el traspaso de la ESMA y otros centros clandestinos a la órbita nacional, el Gobierno se asegura ser la única voz autorizada sobre los años 70 y construir desde allí una versión oficial que deje afuera recuerdos incómodos

¿Se puede decir ex ESMA? Así se insiste en nombrar al edificio que fue campo de detención clandestina y que ahora ha sido convertido en moneda de intercambio entre el gobierno nacional y el de la Ciudad, que desistió de su responsabilidad sobre lo que les pertenece a los porteños por geografía y tragedia.

En efecto, cuando días atrás la Legislatura aprobó el traspaso al gobierno nacional de edificios porteños en los que funcionaron centros clandestinos de detención, incluido el de la ex ESMA, en el que desarrolla sus actividades el Instituto de Espacio para la Memoria (IEM) ahora disuelto, fuimos muchos los que vimos detrás de esa jugada el intento del Gobierno de “apropiarse” de la memoria para “resignificar” esos legados y ponerlos al servicio de la “causa nacional y popular”. Esto es: glorificar como heroísmo la militancia de los años setenta para eludir el gran debate sobre la responsabilidad de la dirigencia montonera en la violencia política que antecedió al golpe de 1976 y que tiene en la ESMA su expresión más perversa, la que “unió a los réprobos con sus demonios, al mártir con el que encendió la pira”, tal como escribió Jorge Luis Borges en una crónica memorable sobre una de las audiencias del Juicio a las juntas militares.

Aquel día de julio de 1985, escuchamos el testimonio de Víctor Basterra, un operario gráfico detenido al que obligaban a falsificar documentos, desde escrituras a partidas de defunción, y que fue liberado en 1984 bajo una amenaza que hoy se llena de sentido: “Te vas, pero no te hagas el tonto que la comunidad informativa siempre queda”. Víctor Basterra integraba el ahora desaparecido IEM, un organismo plural del que también formó parte el premio Nobel de la Paz Pérez Esquivel y organismos de derechos humanos no alineados con el kirchnerismo. 

Aun en contra de una sentencia judicial para no modificar el edificio de la ESMA, el Gobierno construirá un museo guionado por los relatores oficiales.

Los senadores kirchneristas que en abril pasado dictaminaron en el Congreso sobre el traslado de la ESMA se negaron a escuchar las objeciones de los integrantes del IEM. Entre ellos, los sobrevivientes Víctor Basterra y Carlos Lordkipanidse, quien narró: “Por el horror que ahí existía, Víctor solía exhalar: ¡Ay, Dios mío!’ Un compañero que tenía a su lado, en la capucha, le decía: En este lugar, capaz hay Dios, pero muy poquito’. De lo que sí estoy seguro es de que nunca vimos ahí adentro asados, murgas, recitales, payasos, ni mucho menos Sergio Berni”.

No hay dudas de que el Gobierno busca apropiarse de esos edificios simbólicos para erigirse en única voz autorizada sobre aquella tragedia nacional; busca construir desde allí una memoria oficial que deje afuera cualquier información incómoda sobre los años 70. Es sabido que en la ESMA se ensayó el más tenebroso experimento de perversión entre Massera y la dirigencia de Montoneros. Me llevó cuarenta años conocer el destino final de mis hermanos, Néstor y Cristina, presos desparecidos en ese centro clandestino. 

Por respeto a las víctimas, me he cuidado de no cometer la injusticia de juzgar las conductas personales bajo el terror, pero no se puede negar la complicidad que existió entre la dirigencia montonera y el comandante de la marina. Incluso el ya fallecido Juan Gelman, que fue parte de la conducción de Montoneros, escribió en Página 12 a principios de 2001: “En 1978 Firmenich y Cía. pactaron con Massera, el carnicero de la ESMA, un acuerdo preparatorio. Cada socio perseguía un objetivo propio: Massera, el de trabajar su camino hacia la presidencia del país; Montoneros, el de aparecer en los diarios para que no nos olviden’, ilustraba Roberto Cirilo Perdía”.

Se entiende por qué la memoria de la ESMA puede ser incómoda y por qué se hacen tantos esfuerzos por amordazar cualquier intento de trabajar por una memoria de los años 70 que no puede ser complaciente para nadie.

Tanto se busca silenciar las disidencias que hasta una víctima de los peores abusos de la represión ilegal puede volverse un testigo incómodo. “Soy una sobreviviente no apta para el gobierno actual, por lo tanto nunca fui convocada a ninguno de los megashows de la ESMA”, declaró María Luján Bertella, quien estuvo secuestrada en la ESMA a los 21 años y el 19 de marzo pasado dio su testimonio ante el Tribunal Oral y Federal N° 5. 

Bertella confesó que por influencia de su pareja, un dirigente montonero, había omitido en su declaración ante el CELS en 1984/85 la autocrítica que ella hace sobre su militancia de entonces (se cuestiona, por ejemplo, haber justificado con un ligero “Es la Guerra” el atentado contra la casa de Guillermo Walter Klein, donde había cuatro niños de entre cuatro y doce años). Amplía además el concepto de vítctima: “Las situaciones de víctima son muchas. 

En definitiva yo fui víctima en primer lugar, a los 15 años, de Montoneros, a los 21 años fui víctima de la ESMA y en el exilio, una vez que recuperé la libertad, fui víctima de muchos integrantes de organismos de derechos humanos que me hicieron vivir la dificultad de presentarme como sobreviviente de la ESMA”.

El testimonio de María Luján fue subido a YouTube por un abogado defensor en esa causa y fue visto por miles de usuarios en pocos días. Hoy ya nadie podrá verlo porque fue retirado de la Web y ya no está disponible en YouTube, se lo hizo “desaparecer”. Es una memoria incómoda.

Desde que trato de encontrar respuestas a la tragedia que nos atravesó, me pregunto por qué no hubo desaparecidos en Brasil, en Chile o en Uruguay, como sucedió en la Argentina, donde existió un plan sistemático desde el Estado para hacer desaparecer los cuerpos y así negar los crímenes. Hoy intuyo que entre nosotros siempre se hizo desaparecer desde el poder lo que molesta para construir la versión del relato oficial. La Revolución del 55 negó el nombre de Perón, los símbolos del peronismo y hasta secuestró el cuerpo de Eva Perón. Como si fuera posible eludir la opinión de alguien, la verdad de otro, con sólo negarla o dejar de nombrarla.

Perturba constatar que aquellos que fueron desaparecidos políticos de la dictadura hoy estén dispuestos a hacer desaparecer voces que los contradicen. Ésa fue la lógica que imperó a lo largo de nuestra autoritaria historia y que hoy se replica en nuestra cultura política. Como sucede con libros silenciados como el de Graciela Fernández Meijide, No eran héroes, o con El testamento, de Hector Leis, un ex montonero que hoy cuestiona la lucha armada en la que participó. 

O como sucedió hace diez años con las respuestas lapidarias que recibieron las reflexiones del filósofo cordobés Oscar del Barco, uno de los intelectuales que más influyeron en el pensamiento de izquierda y que asumió públicamente su responsabilidad no en tomar las armas sino en haber influido ideológicamente en los jóvenes que terminaron usándolas. Con una gran honestidad personal y valentía intelectual todos ellos nos ofrecen la oportunidad del debate que nos debemos en relación con la violencia política.

Yo misma debí esperar más de diez años para que una editorial se animara a publicar lo que todas habían rechazado, el libro De la culpa al perdón, escrito mucho antes de que se simplificara la revisión del pasado con el cuadro que se descuelga para hacer desaparecer a Videla de la pared. “El coraje es de otro orden -escribí y sostengo ahora-. Es ser capaces de mirar de frente todo lo que nos sucede, sentir el dolor por todo lo que no pudimos evitar. Le llamemos culpa o responsabilidad.”

En esta última decada, muchos dirigentes de derechos humanos salieron de la oscuridad, abandonaron la plaza y cruzaron al Palacio para recibir los favores políticos del poder. Sólo así se entiende la urgencia para congelar la memoria de lo que realmente sucedió en la ESMA.

Confío en que, pese a los comisarios políticos, la verdad se impondrá. No en beneficio nuestro sino a favor de lo que nos trasciende, el porvenir democrático. La ESMA nunca dejará de ser el más tenebroso de los experimentos de muerte y perversión política de nuestro país. La única “resignificación” posible es que la política erradique el autoritarismo y la educación saque las lecciones morales del pasado para que finalmente aprendamos a vivir en libertad con responsabilidad.

© Escrito por Norma Morandini el Miércoles 21/05/2014 y publicado en diario La Nación de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.


domingo, 16 de junio de 2013

Los sonidos del Silencio… De Alguna Manera...


Los sonidos del Silencio…


Allanaron la isla del Tigre que era propiedad del Arzobispado de Buenos Aires donde la Marina llevó a los secuestrados de la ESMA en 1979. Como si los años no hubieran pasado, los sobrevivientes reconocieron muebles, una cocina y un pequeño cuarto debajo de una de las casas, donde los desaparecidos estuvieron encerrados durante más de un mes. El lugar fue vendido en 1979 por la Iglesia a los represores de la ESMA, que firmaron la escritura con un documento falso a nombre de uno de sus secuestrados.

“El lugar está como estaba, lo único diferente es la vegetación que ahora ocupa una gran parte. Las casas están muy deterioradas porque no se les hizo nada. Lo que desapareció fue el muelle, no está. Quedan los restos. Pero la sensación es terrible, es como entrar a la ESMA.” Carlos Lordkipanidse es uno de los sobrevivientes de la Escuela de Mecánica de la Armada que volvió a El Silencio. La isla del Arzobispado de Buenos Aires donde los marinos montaron un centro clandestino en 1979 para esconder a los prisioneros durante la inspección de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) acaba de ser allanado, por primera vez, por la Justicia. El juzgado de Sergio Torres impulsó la medida pedida por los sobrevivientes. Todos los que estuvieron ahí salieron conmocionados porque la isla permanece igual a como era, congelada en el tiempo. Encontraron objetos que los sobrevivientes mencionaron durante treinta y cuatro años: una cocina económica de hierro que ahora está tirada en una habitación; la piedra de afilar con la que los obligaban a pulir los machetes para cortar los árboles; muebles y hasta el chasis de un buggy con el que las guardias controlaron la seguridad.

Víctor Basterra dijo en su última declaración del juicio oral que jamás había vuelto a la isla. Estuvo más de treinta días encerrado en una celda de cemento diminuta, armada abajo de palotes de lo que es “la casa chica”, una de las dos construcciones. En ese encierro y sobre el piso que aún tiene el barro húmedo, permanecieron los “capuchas”, un grupo de unos quince prisioneros. Uno de sus compañeros el jueves lo vio abrir la puerta de ese sótano y transportarse en el tiempo. “Me pregunto cuál era el objetivo de estos tipos, de escatimarnos la mirada, de disciplinar, de provocar dolor, ¿habrán encontrado cierto placer en hacer daño? –dice– En habernos metido en un lugar como ese que es realmente una cueva un mes y algo. Amontonados unos al lado de otro, los guardias no querían entrar por el olor espantoso de los cuerpos, de las enfermedades. Estábamos descompuestos, no teníamos agua potable. Los guardias abrían la puerta, miraban y se iban medio tapándose la nariz, o entraban con una pistola, decían alguna cosa y gatillaban en seco y nosotros estábamos todos ahí, esposados, con capucha, débiles. Estuvimos mejor comidos gracias a que dos compañeras (Blanca García Alonso de Firpo) y la tía Thelma (Jara de Cabezas) cocinaron unos churrascos hermosos. A mí después de eso me agarró una crisis porque cuando regresamos a la ESMA nos siguieron dando lo de antes, que era el ‘bife naval’, que no tenía olor a nada, no tenía gusto a nada y en mis delirios se me ocurrió que podía ser carne de compañeros, una de las locuras que producía esa situación de miseria.”

Enrique “Cachito” Fukman estuvo alojado en la “casa grande” con el Sueco Lordkipanidse, entre el grupo de prisioneros que sirvió de mano de obra esclava para trabajos de corte de álamos y de formio, que eran las hojas que las sogas de los barcos. “Hubo algo bastante interesante en el recorrido que hicimos”, dice Fukman arriba de la lancha que lentamente en el agua densa lo devuelve a este lado del mundo. “Nosotros íbamos haciendo el relato de las cosas que habían pasado en cada lugar y cuando la gente del juzgado avanzaba encontraba lo que acabábamos de decirles. Por ejemplo, dijimos que en la cocina había una cocina económica que ahora no estaba, pero cuando entramos al dormitorio encontramos la cocina tirada en el piso. Un compañero que había estado chupado dijo que lo habían llevado antes para hacer refacciones y que había un buggy. Otros dijeron: tiene que estar en tal lugar y ahí estaba el buggy. Y así, cada cosa. Las casas en las islas están levantadas con palos, pero a los ‘capuchas’, acá, los encerraron en la parte de abajo de una casa. Y dicho y hecho: la parte de abajo que nosotros decíamos que estaba cerrada la encontramos así. O dijimos que nos habían hecho armar tanques de agua con filtros y entre medio de la maleza aparecieron esos tanques tirados. Se fue demostrando que el resultado de años y de años de lo que vinimos diciendo, eso que muchas veces dijimos, que lo contamos, finalmente está plasmado como realidad.”

A nivel probatorio, la medida resultó “de mucha trascendencia”, según indicaron fuentes judiciales. “La casa tiene exactamente las mismas condiciones que tenía: están las dos casas, no tuvieron ningún cambio: la misma cocina, los mismos muebles que se usaron. Las otras casas del Tigre por abajo tienen palotes, pero a la llamada ‘casa chica’ de este lugar la cerraron con ladrillo y cemento. Abajo, la casa es como un sótano bajito, de barro, ahí estuvieron los prisioneros durante un mes. La existencia de un cerramiento así no tiene una función lógica en el Delta salvo para esto. Está el piso húmedo, cada vez que hay sudestada lo mueve, es siniestro. De los lugares que recorrimos y que fueron centros clandestinos nos parece que es el más tremendo. Pusieron a personas en un lugar donde sólo entran agachadas, con el piso de barro, en un cuarto de siete metros cuadrados, donde no había baño. Como tomaban agua del río nos decían que los de la Armada no podían acercarse a darles de comer por el olor que había. Les pasaban un plato de comida por la puerta y nada más. Era una jaula, una situación tremenda.”

“Hoy pudimos andar con libertad, en ese momento no”, dijo Basterra más tarde a Oral y Público, el programa de radio del IEM. “Era una isla blindada, armada, había tres brigadas de guardias, es decir 25 o 30 efectivos del GT, además de los oficiales y suboficiales con rango superior, guardianes crueles, bastantes numerosos, pero hoy la gente era toda delicadeza y cordialidad.”

Cuentas pendientes

En marzo de este año, cuando le tocó declarar en el juicio oral por la megacausa ESMA, Lordkipanidse pidió el allanamiento. Fue el primer testigo del juicio y con eso marcó una agenda de cuentas pendientes. Mostró a los jueces un puñado de fotos y les dijo que les habían “llegado noticias de que la casa iba a cambiar de manos”. Pidió además una investigación sobre los propietarios. El pedido fue reimpulsado en ese mismo día por fiscales y querellas.

En su libro El Silencio, el periodista Horacio Verbitsky había contado la historia del lugar. “Nos pareció siempre medio ridículo que se habían ya hecho inspecciones oculares en todos los lugares que tenían relación con la ESMA y no en esta villa del Silencio.”

Desde aquella audiencia a esta parte, el juzgado de Torres pidió el historial de propietarios al Registro de la Propiedad y a ARBA de la provincia de Buenos Aires. El allanamiento se ordenó mientras se aguardan esas respuestas.

La isla está ubicada a unas dos horas, dos horas y media o aún más de Buenos Aires de acuerdo con el tipo de la lancha. El predio está en un nudo de canales, sobre el Chañá-Mini y a unos 900 metros del cruce con el Paraná-Mini. El cruce aún conserva una sede de Prefectura que recuerdan los sobrevivientes trasladados sin tabiques. Hacia 1979, frente al cruce y ya sobre el arroyo, había una almacén del que ahora quedan los restos. En la entrada al predio ya no está el muelle con el cartel El Silencio. Y en el interior de la isla continúan estando las dos construcciones que había: la “casa grande” y la “casa chica” hasta pintadas con la misma pintura, ahora deteriorada. La “casa grande”, muy clásica del Delta, tiene cinco habitaciones, dos comedores, dos baños y galería. Ahí alojaron a los prisioneros destabicados y usados como mano de obra esclava para desmontes, tala de álamos y de formia. Ellos dormían en tres habitaciones, según recuerda Lordkipanidse. En otra, dormían los represores, en general oficiales y suboficiales. La “casa chica” estaba separada por un pequeño arroyo; en la parte de abajo pusieron a otros secuestrados, la mayoría hoy desaparecidos, entre ellos estaba el grupo Villaflor y Basterra. Arriba dormían los guardias.

En términos políticos, el lugar condensa la relación entre Iglesia y dictadura. En 2005, Verbitsky publicó en su libro los detalles de cómo se hizo la trasferencia del predio. El lugar era del Arzobispado de Buenos Aires. Ahí celebraban la graduación los seminaristas y descansaba el cardenal Juan Aramburu los fines de semana. Entre enero y febrero de 1979 –es decir, mientras se preparaba todo para disimular las condiciones de secuestro de los detenidos desaparecidos ante la visita de la CIDH– el secretario del vicariato castrense Emilio Grasselli vendió el predio al GT3.3.2. Los marinos firmaron la escritura con un documento falso a nombre de uno de sus secuestrados. Según esos datos, una vez usado, los marinos volvieron a vender el predio en 1980. Es extraño cómo todo permaneció en el mismo lugar.

La inspección

En la inspección estuvo el secretario del juzgado Pablo Yadarola y los fiscales Guillermo Friele y Mercedes Soiza Reilly. También participaron querellantes, entre ellos, Patricia Walsh, con lápiz y papel y anotando descripciones de la casa, y Ana María Careaga. Y seis sobrevivientes: Basterra, Lordkipanidse, Fukman, Roberto Barreiro, Leonardo “Bichi” Martínez y Angel “Taita” Strazzeri. En el lugar los recibió un baqueano, un hombre que vive en condiciones muy humildes, en la parte de arriba de la “casa chica”. Al parecer, hace más de cuarenta años que está en la zona y, según dijo, lleva unos diez años al cuidado de ese lugar. De acuerdo con lo que él transmitió, el predio estaría desde hace un año en manos de un nuevo dueño. Esa persona, de nombre Angel Espinoza, aparentemente va algún fin de semana. El único lugar que tiene signos de estar habitado es un cuarto de la casa grande, donde hay una cama con colchón en estado de uso. Hay una heladera en funcionamiento. Y saltos a lo largo del tiempo que dan cuenta del modo de uso del espacio, marcado, por ejemplo, por la presencia de un calendario del año 2008.

En términos de prueba, uno de los aportes clave lo hizo Bichi Martínez. Es uno de los sobrevivientes tal vez menos conocidos de la ESMA. Volvió al centro clandestino por primera vez hace una semana, estuvo secuestrado entre 1977 y 1980, lo trasladaron a la isla antes que al resto y luego de forzarlo a trabajar lo liberaron desde ese lugar. A través de su relato, los fiscales determinaron, por ejemplo, que hubo por lo menos tres grupos distintos de prisioneros y que fueron desplazados hasta la isla en distintos períodos.

“Martínez pertenecía al grupo de cautivos que en la ESMA era obligado a mejorar las casas de los prisioneros que luego se reutilizaban o se vendían. O los mandaban a hacer mantenimiento y refacciones en la ESMA”, indican Soiza Reilly y Friele. “Como parte de ese grupo trasladaron a la isla a Bichi Martínez y a Alfredo Ayala. Martínez contó que el personal del GT lo llevó para ambientar el lugar y preparar las condiciones del sitio como para que los cautivos hagan trabajo esclavo, con los troncos y demás cosas. Para eso trasladaron a la isla algunos enseres. Entre ellos, un tractor. Para hacer seguridad en la zona tenían un buggy. Este es el buggy que apareció. Está el chasis sin motor. Esto demuestra para nosotros la doble misión que tuvo este lugar: esconder a los cautivos de la CIDH y por el otro lado, mantener el trabajo esclavo de determinado grupo de cautivos.” Esta hipótesis se ve reforzada por otro dato que agregó Basterra: según las cuentas, Bichi Martínez, por ejemplo, siguió obligado a trabajar en este lugar aun después del regreso de los prisioneros a la ESMA.

El segundo grupo que llegó fue el de los prisioneros destinados a la “casa grande”, entre ellos Fukman y Lordkipanidse. Cuando vieron la piedra redonda se dieron cuenta de que era la misma que usaban para afilar los machetes “porque nos mandaban a cosechar el formio, una planta de un metro de donde se saca el yute para soga de barcos”. En aquel momento, la piedra estaba abajo de la casa grande, entre los palotes que la sostienen. Ahora la encontraron adentro.

Al final, llevaron a los “capuchas”. Según el relato que hizo Basterra en el juicio ESMA, ese ingreso se habría producido entre el 3 o 4 de septiembre de 1979. “Fuimos llevados bastante brutalmente por un grupo de sujetos donde se olía mucho alcohol, esposados y engrillados y con la capucha puesta, tomando distancia del compañero que uno tenía adelante. Nos llevaron a un lugar donde el agua se notaba cercana. Había diálogo entre estos secuestradores que por ejemplo decían: ‘Mirá la vieja ésa se asoma por la ventana’. ‘¡Dejá que le tiro!’, decía uno. Y otro le decía: ‘Ahora no, que va a haber mucho ruido’. Se ve que era una lancha pequeña, descapotable, porque le tiraron una lona encima. Estábamos muy apiñados entre nosotros, yo tenía cuidado porque había sido lastimado por uno de los guardias en la columna. Cuando nos suben a un vehículo, lo que se comentó era que la salida era de la Apostadora Naval de San Fernando, yo pensé que nos esperaba un tiro en la nuca.”

© Publicado el sábado 14/06/2013 por el Diario Página/12 de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.