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lunes, 1 de junio de 2020

No es infectadura pero tampoco cientificracia… @dealgunamanera...

No es infectadura pero tampoco cientificracia…

El Presidente Alberto Fernández (C) posando con trabajadores de una industria automotriz que ahora hace barbillas y gorras para luchar contra la propagación del nuevo coronavirus, COVID-19, en las afueras de Buenos Aires, Argentina, el 1º de mayo de 2020. Presidencia de Argentina. Esteban Collazo. Fotografía: AFP


Cómo entender la renovada grieta entre intelectuales por la cuarentena con final muy incierto.

© Escrito por Silvio Santamarina y publicado por la Revista Noticias de la Semana, de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, República de los Argentinos.

“Somos un gobierno de científicos, no de CEOs”, prometió Alberto Fernández el primer día de marzo, en su discurso de apertura de sesiones en el Congreso de la Nación. Por esas ironías del destino, algunos meses más tarde, esa profecía se volvió una realidad cotidiana, urgente, que incluso redefine los términos de la vieja grieta nacional: ahora el país se divide entre los que bancan a ciegas la postura sanitaria oficial y los que denuncian una “infectadura”. Este dudoso milagro lo hizo el Coronavirus. Pero también es responsable el Presidente, que apostó al relato de la cientificracia antes de que la Argentina, y su propio Gobierno, se empezaran a preocupar por la pandemia.

Recordemos que, en aquella misma semana del discurso presidencial sobre el “gobierno de científicos”, su ministro de Salud, Ginés González García, repetía en conferencia de prensa en el aeropuerto de Ezeiza, que no lo preocupaba tanto el Covid-19 como el dengue, el sarampión y la influenza. Esa lista de prioridades del flamante ministerio de Salud, que se había restaurado en su jerarquía formal tras la degradación institucional a secretaría por el ajuste de Mauricio Macri, era apoyada por el periodismo científico más militante y por los opinadores nac&pop: apenas un mes antes de que se decretara la cuarentena, el Coronavirus era una preocupación de chetos, y hablar del dengue era tener pensamiento crítico progresista.

En aquella conferencia del ministro del gabinete de científicos, también se aclaraba a la población que “no hay que entrar en pánico, no queremos un pánico colectivo” por el Covid-19, que -según aseguraba Ginés- “en el 80% de los casos se trata de una enfermedad leve”. Esta relajada apelación anti-pánico del ministro de Salud de hace tres meses contrasta con las declaraciones posteriores de varios funcionarios kirchneristas, como la que acaba de lanzar el ministro de Salud bonaerense, Daniel Gollán, al asegurar que si se levanta la cuarentena, pronto empezaremos a ver “cadáveres apilándose en cámaras frigoríficas”, como por ejemplo en Estados Unidos, Brasil, España e Italia. Precisamente en Italia estaba haciendo estragos el virus hace apenas tres meses, justo cuando Alberto Fernández presentaba su cientificracia, y su ministro de Salud calmaba en Ezeiza a la clase media panicada por la presunta “infodemia”.

Ginés decía entonces: “En China está perdiendo fuerza la enfermedad. Yo tengo la esperanza de que si el Coronavirus llega al país, lo haga tarde o, en todo caso, en un momento en que tengamos respuesta terapéutica para controlarlo”. Todavía estamos esperando esa respuesta, que la ciencia global no alcanza a producir en tiempo y forma.

Por ahora, nos hemos visto forzados a combatir la pandemia con métodos del medioevo, como el encierro purificador, mientras se investigan alternativas científicas un poco más actualizadas. Y existe el temor a que los remedios lleguen cuando ya sea demasiado tarde y no sean tan necesarios, porque la naturaleza ya hizo su trabajo habitual, cumpliendo su ciclo destructivo y regenerativo, tan cruel como necesario. Es lógica, entonces, la reacción anticientífica que se ha generado en una parte de la población mundial, incluida la Argentina.

Pero los científicos no tienen la culpa de este desengaño. La culpa es de los Trump y los Bolsonaro del planeta, con su populismo irracionalista. Aunque también hay responsabilidades del otro lado, de los que han sobredimensionado las posibilidades de la ciencia para volverla un relato invencible e indiscutible: una verdad única. Algunos lo hicieron de buena fe, pero otros simplemente usaron el paradigma científico como su nueva excusa para lograr obediencia debida sin dar muchas explicaciones, porque “lo dice la ciencia”. 

Devaluada la religión y las doctrinas totalizantes de la sociedad durante el siglo pasado, quedaba el saber científico como reserva: muchos líderes políticos y de la Nueva Economía global se abrazaron a esta utopía para imponer su legitimidad. Y otros se montaron en la fe opuesta, la anticiencia. Esta nueva grieta moviliza a millones de fieles en el mundo entero, también en nuestro país.

Así como hoy tenemos antikirchneristas rabiosos quejándose rústicamente de la dictadura de los infectólogos, en los últimos años se puso de moda criticar a los tecnócratas del Excel y los algoritmos, para defenestrar la gestión economicista y la militancia digital del macrismo. También el PRO impuso durante un rato su propia ideología inapelable de la eficacia técnica, con genios que nos sacarían de la mediocridad. Esa tecnocracia administrativa jugaba tanto a la antipolítica como hoy lo hace el albertismo con su presunto “gobierno de científicos”. 

Por eso el Presidente contrapuso su modelo al de los CEOs. En realidad, no estamos discutiendo de ciencia ni de tecnología: seguimos peleando por el fracaso permanente de la chantada de los políticos, que ya no saben de qué disfrazarse para hacernos creer que, esta vez sí, van a saber cómo arreglar un país sin remedio a la vista.




lunes, 12 de agosto de 2019

Era la economía, estúpido… @dealgunamanera...

Era la economía, estúpido…

Marcos Peña y Mauricio Macri

Las lecciones que el núcleo duro PRO no supo ni quiso aprender durante el mandato.

© Escrito por Silvio Santamarina el lunes 12/08/2019 y publicado por la Revista Noticia de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.

Aquella frase -“the economy, stupid”-, que acuñó el estratega de campaña de Bill Clinton para ganarle a Bush padre aprovechando los golpes que la recesión le daba a la imagen del presidente republicano, se incorporó a la sabiduría política argentina como pocas. Sin embargo, una lección tan obvia como aquella fue soslayada sistemáticamente por los gurúes electorales del macrismo, desde que empezó a picar la alergia de la inflación recesiva, por motivos que vale la pena repasar.

Uno de ellos es estrictamente de doctrina económica: aunque el Gobierno cambió de funcionarios ante cada crisis financiera que le tocó enfrentar, nunca tuvo la vocación o la ductilidad como para al menos considerar un Plan B. Su teoría y su acción se limitaron a prometer y a esperar la llegada de los “brotes verdes”. Incluso en la conferencia de prensa del Presidente tras la paliza de las PASO, su postura se mantuvo inamovible, acrítica, con la mirada puesta en la demorada “lluvia de inversiones”.


Otro motivo por el que el macrismo olvidó la famosa máxima que el gurú James Carville le bajó a los militantes clintonianos en 1992 es la soberbia tecnocrática del núcleo duro PRO. Las planillas Excel, el proselitismo microsegmentado, la militancia de trolls y bots en redes sociales, la alquimia del Big Data… todo ese humo se desvaneció en el aire de la noche del 11 de agosto, empañando la mirada de un Macri tan sorprendido por el contraste entre las encuestas previas y el escrutinio como cualquier ciudadano superficialmente informado por el noticiero de la hora de cenar. Esa soberbia, a la que hizo referencia la siempre apocalíptica Elisa Carrió sobre el escenario de la derrota, tiene nombre y apellido: Peña y Durán Barba.

Pero de nada sirve –salvo para la mesa chica de la derrota- identificar a los más y los menos responsables de esta catástrofe estratégica. Casi desde el comienzo del mandato, en la opinión pública –incluso la más amigable con el macrismo- se advirtió el riesgo que implicaba la estrategia de polarizar obsesivamente con la figura de Cristina Kirchner, como escudo permanente contra todos los tropiezos económicos en los que incurría el Gobierno.

La grieta funcionaba, es cierto, pero con el mismo potencial explosivo de las Lebacs, las Leliqs y demás artilugios de contención financiera. Tarde o temprano, el monstruo recreado diariamente por el relato PRO resurgiría de sus cenizas para cobrarse venganza. El momento parece haber llegado, con la patética sorpresa de las muertes anunciadas.


Para decirlo en un lenguaje que volverá rápidamente a ponerse de moda en la intelectualidad del futuro oficialismo K: la mirada clasista le impidió ver al macrismo lo evidente. Sin economía, la política no es nada, especialmente en la Argentina de hoy. Y la economía no es solo la voz de los mercados, sino también su otra cara: el barro profundo, la heladera vacía y la persiana baja. Eso que el peronismo todavía sigue percibiendo –y manipulando- con picardía. Aquella lección es la que no terminó de aprender el ala tecno del PRO, desoyendo incluso las advertencias desesperadas de su ala política. Era la economía, estúpido.




sábado, 19 de septiembre de 2015

No traicionarás… @dealgunamanera...

No traicionarás…


Por qué es clave para Scioli rodearse de familiares y amigos íntimos.

Está filmado: Perón explicándole a la cámara de Solanas y Getino la centralidad de la traición en el ideario peronista. “Cuando aparece un hombre de nuestro Movimiento que lucha contra otro hombre de nuestro Movimiento puede ser lo que dice Mao (Tse-Tung), ‘que se haya pasado al bando contrario’.

Pero generalmente defiende un interés, no un ideal, porque el que defiende un ideal no puede tener controversias con otro que defiende el mismo ideal. Es que en la política, además de los ideales, juegan los intereses, desgraciadamente.” Aunque la cita maoísta denota un Perón setentoso, la doctrina justicialista siempre giró en torno a la tragedia del enemigo interno –y la tentación de los “intereses”– en un movimiento que conmemora obsesivamente el Día de la Lealtad desde hace 70 años.

El dilema traición/lealtad es eterno, como un ritual de pasaje que debe atravesar cada nuevo líder del peronismo. Ahora le toca a Scioli, que ya fue purificado de las acusaciones de traidor por la jefa saliente del Movimiento, Cristina Kirchner, quien ya garantizó, desde los balcones interiores de la Rosada a su hinchada maravillosa, que Daniel no traicionará la causa, incluso si quisiera hacerlo. Paradójico apoyo con aroma a amenaza.

Consciente de que la traición es el destino maldito del que ejerce el poder, Scioli intenta blindarse con familiares y amigos de la familia. Pero como enseñó Shakespeare en toda su dramaturgia, los lazos familiares que se anudan en un trono resultan ser los más sangrientos. A mayor confianza, más peligro de que la traición sea catastrófica.

También sabían de esto los antiguos griegos, con la lógica Aristotélica de que la amistad es la base de la “polis”, incluso antes que la confianza en la Ley. A eso es lo que el vocabulario mafioso refiere como “tener códigos”: dado que ser realmente poderoso es romper las reglas pudorosas que atan a la mayoría de los mortales, hay que inventarse algún reglamento privado para no quedar a la intemperie de la codicia salvaje de los íntimos. Un código de última instancia. Con letras de sangre.

Hablando en criollo, la manía argentina de preferir rodearse de familiares más que de funcionarios de excelencia delata la paranoia de un sistema político cada vez más flojo de papeles. Tan flojo que cuesta encontrar fuertes candidatos presidenciales con declaraciones juradas verosímiles.

Y para eso está la familia: para sostener en el sótano el andamiaje de intereses que no caben en ninguna ley escrita. Todo será “de palabra”.

Hasta que la muerte los separe.

© Escrito por Silvio Santamarina y publicado por la Revista Noticias de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.