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viernes, 24 de abril de 2020

¿En algo hay que creer?... @dealgunamanera...

¿En algo hay que creer?...

Una mujer con mascarilla transita por las calles casi vacías de Nueva York el 22 de abril Credit...Agence France-Presse — Getty Images

El miedo se ha convertido en el factor ordenador de la sociedad global en la pandemia. Pero ¿cómo orientarnos ahora que el miedo está desnudo?

© Escrito por Martín Caparrós el jueves 23/04/2020 y publicado por el Diario The New York Times, de la Ciudad de Nueva York, Estados Unidos del Norte de América.

Madrid — Fracasamos. Nos creíamos tan poderosos y un virus nos deshizo. Estamos encerrados, muertos de miedo, vivos de miedo, sin más recursos que dejar de hacer lo que hacemos, de ser lo que somos —y esperar que la desgracia tampoco nos toque—.

Fracasamos, y es una suerte que así sea.

Acabo de publicar una novela, Sinfín, en que la condición para acceder a la vida después de la muerte es aceptar el aislamiento eterno; la realidad, más modesta, nos pide este aislamiento transitorio como condición para seguir vivos unos años. Y este aislamiento nos convierte a todos en una especie rara, pre-enfermos, casi-enfermos, enfermos-to-be. Que no tenemos nada malo o anómalo en el cuerpo pero debemos quedarnos encerrados esperando, acechando con miedo el momento en que quizá tosamos, nos sintamos febriles, esas señales que dirían, si aparecen, que todo se derrumba.

Todo sería tan diferente si los viéramos. Si hubiera alguna forma de dejar de sentir que nos rodean unas presencias invisibles, intocables, portadoras de la muerte. Si pudiéramos abandonar el examen permanente, paranoico: del entorno por si tiene bichos, de nuestros cuerpos por si tienen síntomas.

Pero están, y nos llenan de miedo. Tengo miedo en España, donde estoy encerrado; lo tengo en Argentina, donde están encerrados los que quiero. Son mis dos países y en los dos tengo miedo.

Un gran avance: la sociedad global te permite tener miedo en varios sitios. Y el virus justifica: llevamos semanas y semanas dedicadas a tener miedo, a encerrarnos por causa del miedo, a dejar mucho de lo que hacemos, mucho de lo que somos por el miedo.

Somos el miedo. No hay nada más antiguo, más natural que el miedo. Cualquier animal tiene miedo; por él dejamos de ser animales y buscamos las formas de evitarlo: acumular comida para combatir el miedo al hambre, domesticar el fuego para calmar el miedo a los ataques, inventar dioses para luchar contra el miedo a la muerte, y así de seguido.

El miedo siempre estuvo presente en nuestras vidas, en nuestras sociedades. Pero nunca como en estos días.

La Vía Layetana, en Barcelona, el 21 de abril Credit...Samuel Aranda para The New York Times

Calles vacías, escuelas clausuradas, trabajos cerrados: encerrados, nos concentramos en temer. Vivimos bajo el influjo de la paranoia de Estado. El Estado —los estados, cada estado— nos dice que debemos tener miedo y lo tenemos. Por supuesto, nuestro miedo es lógico: la amenaza es real. Pero estos días sirven también para enseñarnos a obedecer los imperativos que ese miedo produce. No hay nada que los Estados usen más para controlar a sus súbditos que el miedo. Y el miedo los justifica: explica que, entre otras cosas, les permitamos ejercer su violencia sobre nosotros por nuestro propio bien, porque ellos saben lo que necesitamos.

El mecanismo es clásico: tenemos miedo de algo — siempre tenemos miedo de algo: de quedarnos sin comida, de que nos mate el enemigo, de envejecer, de los vecinos— y entonces el Estado nos protege y alguna religión nos protege. Para eso tenemos que creer: creer que hay un buen rey o presidente o líder que sabe lo que hace y nos guiará del otro lado del Mar Rojo, que hay un dios que nos quiere y nos cuida y es más fuerte que el dios de los del otro lado.

Ahora nuestro miedo está desnudo: no sabemos en qué cuernos creer.

Ahora los dioses no funcionan. La gran novedad de esta plaga es que, en Occidente, por primera vez en miles de años, a nadie se le ocurrió pedir a algún dios que nos preserve y cure. Y los jefes se equivocan todo el tiempo y no confiamos y no nos gustan y no los respetamos: no les creemos, no creemos en ellos. Y el capitalismo y el consumo desaforado aparecen, en tiempos de zozobra, como un exceso innecesario y se vuelve difícil creer en eso. Y los que se empeñaban ya ni siquiera pueden creer en Estados Unidos, que era otro artículo de fe, la guía del mundo libre y todo eso: resignó su liderazgo y se volvió, para muchos, artículo de risa. El gran referente, la gran creencia, en estos días en que todas caen, debería ser la ciencia. 

Un miembro del ejército español desinfecta la residencia de ancianos San José, en Ourense, España.Credit...Brais Lorenzo/EPA vía Shutterstock 

Un bacteriólogo muestra el proceso para hacer una prueba para el coronavirus en un laboratorio militar en Bogotá.Credit...Raúl
Arboleda/Agence France-Presse — Getty Images

Hubo tiempos, decíamos, en que un hecho como este habría sido asunto de religiones y otras magias. Ahora está copado por la ciencia: medicalizado. Son ellos supuestamente los que saben, debemos escucharlos, hacerles caso, creer en ellos. Y, sin embargo, desde que empezó la enfermedad se dedican a contradecirse. 

Dijeron que los asintomáticos no contagiaban, después dijeron que sí contagiaban; dijeron que no había que usar mascarillas, después que sí; dijeron que los curados no se contagiarían, después que quién sabe; dijeron que sí, que no, que no, que sí. 

Empezamos siendo fieles seguidores de sus órdenes; poco a poco nos convertimos en testigos asustados —aterrados— de sus contradicciones: cómo creerles hoy si no se sabe lo que dirán mañana.

No sabemos cuántos nos hemos contagiado, cuántos ya lo pasamos, cuántos podríamos andar por ahí sin ningún miedo porque ya lo tuvimos.

(La ciencia, además, es rehén de la administración y los dineros. Le faltan datos, medios, trabaja a oscuras como en las épocas oscuras. Somos una sociedad del conocimiento sin conocimiento, y eso no ayuda a desarmar el miedo).

Y aún así intentamos creer en la ciencia. Pero lo intentamos de forma equivocada: como si fuera una creencia. Querríamos una ciencia infalible como una religión. La ciencia es lo contrario de la religión: no está hecha para creer sino para dudar. Para creer que no se puede creer en nada, salvo en que creer es una tontería.

Es lo que nuestros clásicos llaman “método científico”: el ensayo y error, intentarlo, saber que uno puede equivocarse, intentarlo otra vez, equivocarse menos, saber que se puede seguir estando equivocado. En estos términos es difícil creer. Se puede, si acaso, confiar; creer es otra cosa.

Así que la creencia en la ciencia, en estos días de pruebas, no funciona, y nos hemos quedado levemente desnuditos. Blandiendo como queja la máxima de mi tía Porota: en algo hay que creer.

No tenemos en qué. Podría ser una oportunidad, si no tuviéramos tanto miedo.

¿Una oportunidad para reemplazar la creencia por la duda, por el pensamiento, por el deseo sin garantías? Eso sí que requiere valor. Eso sí que sería un cambio.

Así que, en principio, no lo hacemos.

Y vivimos asustados y, según toda previsión, viviremos asustados demasiado tiempo: socialmente distanciados, encerrados, teletrabajando, telerreuniéndonos, teleligando, rigiendo nuestras vidas por ese miedo. 

Ahora creemos en el miedo, sobre todo: es el principio ordenador. Y tratamos de pensar el futuro miedoso y hablamos de las consecuencias en los grandes rasgos y no pensamos —intentamos no pensar— que vamos a tener vidas muy distintas: la “nueva normalidad”, como empiezan a llamarla. 

Por supuesto, las diferencias también van a ser desiguales. Los privilegiados, por ejemplo, no vamos a poder viajar durante mucho tiempo; los jodidos, por ejemplo, no van a poder trabajar durante mucho tiempo. Y todos, unos y otros, tendremos tanto miedo.

Nos convencieron, con razones, de que todo es temible. Que debemos aislarnos: que el peligro es el otro, cualquier otro, que el infierno es el otro. Es esa danza en el supermercado, donde nos retorcemos para alejarnos del más próximo, donde compiten máscaras y los cuerpos se esquivan y cualquier roce es el horror. Hablamos de solidaridad pero nos tememos unos a otros como a la peste. Ahora cualquier persona es la amenaza: todas las personas.

La belleza del truco consiste en que cada cual es temible aunque no quiera. No es necesario ser un terrorista para sembrar el terror: alcanza con ser un ser humano —o un picaporte o una caja de ravioles—.

El miedo se ha instalado como un reflejo fuerte. Mucho de lo que pase de ahora en más dependerá de que sepamos olvidarlo.

Olvidar el miedo a los demás, los demás miedos.

Deshacernos del miedo y sus efectos y aprender a vivir con la duda. 

Los grandes momentos de la historia solían consistir en que el mundo se movilizaba para matar personas; este consiste en que el mundo se detiene para salvar personas. Aparece, entonces, la idea de que detener puede ser un arma tan fuerte como movilizar. Sobre todo si se trata de salvar. Todo consistirá, quizás, en moverse para detener ciertas movidas, ciertos movimientos: la acumulación y el despilfarro. Detenerse es moverse.

Y dudar en lugar de creer: repensar en vez de repetir. No temer a la duda sino a la certeza. O seguiremos insistiendo en el mismo fracaso, y fracasar no habrá servido para nada.

(*) Martín Caparrós (@martin_caparros) es periodista y escritor. Sus libros más recientes son el ensayo Ahorita y la novela Sinfín, que transcurre en 2070.





lunes, 4 de marzo de 2019

Sin elecciones…... @dealgunamanera...

Sin elecciones…

Cristina Fernández de Kirchner y Mauricio Macri

La Argentina, últimamente, no es noticia: eso es, para los argentinos, una gran noticia. Y nos sorprende: ya hace semanas, incluso meses que la Argentina no produce sorpresas, que todo se desarrolla en la dirección y ritmo previsibles. En medio de crímenes diversos, que los medios relatan con regodeo y babita, se constata la obstinada degradación de las condiciones económicas y sociales, la obstinada acumulación de causas judiciales contra Cristina Fernández de Kirchner, sus socios y amigos y familia, la obstinada preparación de las elecciones que, desde marzo a noviembre, mantendrán al país ocupado o como si.

© Escrito por Martín Caparrós el lunes 04/03/2019, Copyright: 2019 The New York Times News Service, y publicado por Diario Digital Infobae de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.

La forma de estas elecciones ya es un disparate y es, también, el síntoma más claro de un liderazgo roto. Los gobernadores provinciales que buscan su reelección desconfían de sus supuestos jefes nacionales y no quieren que les hagan perder votos, así que, para distanciarse, convocaron sus elecciones en fechas distintas de las presidenciales —y distintas entre sí—. Será un festival: desde el próximo domingo 10 de marzo hasta el domingo 16 de junio solo habrá tres fines de semana en que no se elegirá a algún gobernador. Son los que corresponden a tres feriados nacionales —el 24 de marzo, el 1 de mayo, el 25 de mayo— pero el Domingo de Resurrección sí habrá voto en San Luis.

Esa avalancha arrolladora de elecciones deberá conducir hacia el gran estallido final: el 11 de agosto se harán esas "primarias abiertas" cuya función real no entiende nadie, el 27 de octubre la primera vuelta de las presidenciales y las legislativas nacionales, y el 24 de noviembre, el balotaje que decidirá el próximo presidente o presidenta o presidento de la República Argentina. Será el Día de la Resignación, un gran momento del rechazo: elecciones que no van a decidir quién debe ser el presidente sino quien no debe serlo.

Hay dos candidatos excluyentes: Mauricio Macri, Cristina Fernández de Kirchner. Todas las encuestas muestran que más de la mitad de los argentinos no quiere votar a Macri. Y que más de la mitad —otros, los mismos— de los argentinos no quiere votar a Fernández. Más allá de odios particulares o prejuicios varios, no hay duda de que los dos se ganaron ese rechazo con cuidadosas gestiones de gobierno.

Tras ocho años de presidencia definida por la intolerancia y la soberbia, Fernández entregó un país con 29 por ciento de personas pobres, un déficit fiscal incontenible y un 125 por ciento de inflación en sus tres últimos años a un sucesor que hizo campaña diciendo que nada era más fácil que bajar la inflación, que no entendía por qué no lo habían hecho.

Que no entendía estaba claro. Ahora, tras tres años definidos por los errores y rectificaciones y más errores y menos rectificaciones, el gobierno del sucesor Mauricio Macri acumula una inflación de casi el 160 por ciento. En ese lapso la deuda externa aumentó más del 30 por ciento, el PBI bajó más del 15 por ciento, el precio de los servicios se triplicó y la cantidad de pobres creció en un 15 por ciento. La obsesión de sus publicistas es buscar alguna cifra positiva —y no la encuentran—.

En síntesis: está claro que los dos fracasaron tristemente en sus intentos de mejorar el país que recibieron de sus predecesores; que los dos lo empeoraron y empeoraron, sobre todo, las vidas de los que más apoyo necesitan. Y, sin embargo, las mismas encuestas también dicen que un tercio de los argentinos quiere votar por cada uno de ellos y que, por eso, su próximo presidente será Cristina Fernández o Mauricio Macri.

O, dicho de otra manera: si todo sigue su curso, los argentinos elegirán para gobernarlos a una persona que cuenta con el rechazo de más de la mitad, porque su otra opción despierta más rechazos todavía: el mal menor elevado a estrategia de Estado.

Los dos candidatos, por supuesto, juegan con esa situación. El mayor mérito que exhibe cada uno de ellos es no ser el otro. Las encuestas dicen que Macri tendría menos intención de voto que Fernández pero que, ya en la segunda vuelta, Fernández provocaría más rechazos y entonces él le ganaría. Macri necesita a Fernández para poder ser el mal menor. Es la misma política que usaron, durante años, Cristina y Néstor Kirchner: hacían todo lo posible por conservar a Macri como rival porque muchos los votaban a ellos para impedir que ganara él. Y ahora él hace lo mismo con ella, y la Argentina lleva más de una década entrampada en esta treta de pelea de barrio, en este barro inútil.

(Pero el precio que pagó Macri para recuperar a su enemiga útil fue muy alto: solo el fracaso de sus políticas económicas consigue mejorar la imagen de Fernández, que terminó su gobierno muy desprestigiada y, desde entonces, se siguió desprestigiando más y más con revelaciones sobre sus tan variadas corruptelas. Hay quienes se sorprenden de que los argentinos quieran que los gobierne una señora con tantas y tan fundamentadas causas criminales. Pero la corrupción despierta una indignación variable y funcional: es el reproche más vehemente cuando un sector social rechaza la política de un candidato o un gobernante, pero se olvida cuando esa política les parece deseable o encomiable).

Así está, ahora, la Argentina: entre dos variaciones del fracaso, dos pasados que luchan por no pasar del todo. No hay ninguna razón —ellos no la ofrecen— para creer que ahora van a hacer bien lo que ya hicieron tan mal, pero las tentativas de producir opciones nuevas no prosperan. Es cierto que, en su mayoría, las llevan adelante jóvenes viejos del "peronismo civilizado" —con perdón— como Sergio Massa y Juan Manuel Urtubey, caudillos locales cuarentones guapetones bien trajeados que se parecen demasiado a una mezcla de los dos malos conocidos. Y que ahora, informados de su inviabilidad por las encuestas, están tratando de inventar algún otro candidato, como el ex ministro de Economía de Duhalde, Roberto Lavagna. No parece que vaya a despegar, no suscita entusiasmos ni tiene por qué.

Así que lo más probable es que se imponga el mal menor, que siempre es mal pero nunca menor. En las últimas décadas, la Argentina se ha especializado en innovar: busca incansable —y encuentra, solvente— formas nuevas de la degradación. Esta, la de un país que se resigna a reelegir a uno de dos fracasados porque no tiene la audacia o la imaginación o la consecuencia necesarias para buscar otras salidas, es una nueva cumbre: la promesa de otros cuatro años perdidos.

Quedan todavía unas semanas; quizás en ellas pase algo y la Argentina recupere su poder de sorpresa. No parece. Mientras tanto, la política del menos malo es la mejor forma de seguir fomentando el descrédito de la política, de confirmarla como un juego ajeno, inútil, casi innecesario —y abrir la puerta a vaya a saber qué apóstoles y espadachines—. Bolsonaros y trumpitos se restriegan las manos. Para contrarrestarlos deberían aparecer opciones nuevas: no personas sino proyectos, debates, la búsqueda común de una idea de país. Llevamos décadas sin hacerlo; ya no está claro que sepamos cómo.



martes, 30 de mayo de 2017

Una reflexión sobre el rol de los jóvenes en los años 70... @dealgunamanera...

La culpa es de nuestra generación…

Postal histórica. Perón, Isabel y, delante, Cámpora, en la casa de Gaspar Campos.

Una reflexión sobre el rol de los jóvenes en los años 70. Ayer cumplí 60 años. Me insisten en que no es grave, que los 60 son los nuevos 40 o 25 o 37 y medio, pero lo cierto es que a menudo se sienten -y se viven- como los viejos 60. Cumplí 60 años y me llena de sorpresa, esa perplejidad que te causa saber que ya lo has hecho: que todavía podrás introducir algún detalle pero lo grueso es lo que hiciste. Envejecer es descubrir que ya no serás otro. 

© Escrito por Martín Caparrós el martes 30/05/2017 y publicado por el Diario Clarín de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Fuente: The New York Times

Hay algo raro, perentorio en la palabra cumplir, que también me incomoda. No me parece que haya cumplido mucho. Pero no se trata, aquí y ahora, de mí y yo mismo y mi persona; lo que me molesta es que no me parece que nosotros hayamos cumplido casi nada.

Digo nosotros porque digo yo; digo yo porque digo nosotros: argentinos, sesentones argentinos, mis coetáneos, mis compañeros de generación, los míos. Quizá ya sea la hora de preguntarnos cómo, cuándo, quizá, incluso qué y por qué: es hora, en síntesis, de ir haciéndonos cargo.

Es difícil definir una generación, caprichoso, impreciso. Digamos, entonces, por decir: los que nacieron un poco antes y después que yo, los que tuvimos 20 años en la Argentina de los años sesenta y setenta. Perón hablaba, entonces, de “esta juventud maravillosa” y, ahora, es fácil pensar que todos éramos jóvenes inquietos, preocupados por los destinos de la patria, dispuestos a vivir -y a morir- para ella.

Se instaló un mito: si digo mi generación muchos piensan en militancia y muertos y desapariciones y torturas. Los hubo, pero hubo tantos más que no hicieron nada de eso. Los que gobiernan ahora, sin ir más lejos, son parte de mi generación y no hicieron nada de eso. En esos días estaban -Mauricio Macri, Daniel Scioli, Cristina Fernández, Elisa Carrió- preparándose para ganar más plata. Y millones miraban sin saber qué decir o gritaban goles de Kempes o tarareaban a Spinetta.

Los que sí decidimos hacer esas cosas tuvimos -tenemos- un lugar excesivo cuando se habla de mi generación. Es cierto que la historia no se escribe con los miles y miles que el 25 de mayo de 1810 se quedaron en sus casas sino con los doscientos o trescientos que se reunieron en la Plaza. ¿Los que definen una generación son los pocos que actúan, no los muchos que no? Es probable, y es fácil para todos los demás. En cualquier caso, el mito sirve para cosas. Por ejemplo, un truco fácil: hablar de lo que algunos hicimos en los años setenta es un modo de no hablar de lo que hicimos todos en los cuarenta años siguientes.

Juntar del terror. Videla, junto a Massera y Agosti: festejo del Mundial 78.

Y, sin embargo, empiezo por hablar de aquello: fueron años -como todos- raros. Empezamos nuestras vidas en un mundo convulsionado, esperanzado: todo debía cambiar, todo estaba cambiando. Cualquier muchacho más o menos decente sabía que aquel orden social era injusto y que había otros que debían remplazarlo; la discusión no era si la sociedad debía cambiar; era cómo, por qué medios, hacia dónde. Se supone que, de formas varias, muchos lo intentamos. Perdimos. Brutalmente perdimos, pero lo intentamos.

Aquella Argentina estaba llena de infamias. La manejaban generales que golpeaban en cuanto detectaban cualquier amenaza al poder de una burguesía rica que poseía sus enormes campos y sus medianas industrias, que explotaba a obreros y peones, que se alineaba con los imperios contra sus colonias, que controlaba la nación y su Estado para su beneficio. Decidimos, con razones, luchar contra eso. Pero en 1970 uno de cada treinta argentinos estaba “bajo la línea de pobreza” y ahora es uno de cada tres: diez veces más. Y aquella pobreza, solía suponerse, era un estado transitorio hacia una situación mejor, un puesto que permitiera hacerse una casita, mandar a los chicos a la escuela, ganar un poco más, ser mejor explotado, “progresar”.

El mito de la movilidad social seguía imperando. Era un país con una clase media amplia y más o menos educada, que nos desesperaba: un obstáculo para cualquier intento de cambio revolucionario. Una clase media que se forjaba en la escuela pública pensada como una herramienta para homogeneizar, para implantar ciertas bases comunes; donde aprendíamos todos los que no éramos ni exageradamente ricos ni exageradamente chupacirios ni exageradamente tontos. La diferencia argentina podía sintetizarse en sus escuelas del Estado. Hace 50 años solo uno de cada diez chicos iba a la escuela privada; ahora, tres de cada diez. Es otro dato decisivo.

Algunos quisimos cambiar aquel país, otros no; entre todos lo cambiamos para mal. Somos la generación de la caída. Ahora, ese tercio pobre de la población se ha congelado: vive en algún margen, en viviendas precarias, con empleos ilegales o sin ningún empleo, dependiente del Estado y sus limosnas, completamente afuera y sin expectativas de volver: a la intemperie. No tienen futuro. Y los demás, en general, tampoco creen en eso.

Hace 50 años el producto bruto per cápita era la mitad del de Estados Unidos; ahora es menos de un cuarto. Hace 50 años un 10 por ciento de inflación era un peligro; ahora sería un logro extraordinario. Que nunca conseguimos. Hace 50 años la Argentina tenía 40.000 kilómetros de vías férreas que armaban un país; ahora no tiene 4.000 y la mayoría no funciona. Hace 50 años la Argentina se autoabastecía en petróleo, gas y electricidad; ahora se endeuda para importarlos. Hace 50 años la Argentina fabricaba aviones y coches de diseño propio; ahora desequilibra su balanza de pagos para comprar autopartes y juntarlas. Hace 50 años los hospitales públicos atendían a la mayoría de la población; ahora solo atienden a los que no tienen más remedio.

No son solo los datos; lo brutal es que la vida de cada día se nos ha vuelto cada día más incómoda, más hecha de encontronazos que de encuentros, más disgustos que gustos, más impaciencia e impotencia que alegrías y satisfacciones. Y conseguimos un raro grado de violencia cotidiana.

Es obvio que la Argentina no cumplió con su promesa y se arruinó hasta un grado que nadie supo imaginar. Lo sabemos. Lo que no queremos saber es que fuimos nosotros.

Perfil de Martín Caparros

Cristina Fernández, expresidenta, dijo, hace unos días, en Bruselas, que su partido perdió las elecciones porque “ahora la sociedad no está capacitada para leer lo que pasa detrás de las noticias; a los de nuestra generación nos decían algo y sabíamos distinguir lo que había detrás de lo que nos decían y lo que estaba pasando, porque estábamos instruidos intelectualmente”. Nuestra generación -la suya, la mía, la tan instruída- hizo esta Argentina. Y todavía algunos de sus miembros tienen la desvergüenza de suponer culpas ajenas.

Siempre es fácil echar culpas a los otros; siempre es difícil encontrar las propias. Pero si algo puede servir para algo es buscarlas: tratar de pensar cómo y por qué la Argentina actual es nuestra culpa.

Está, para empezar, la excusa heroica: aquellas muertes. Nos asesinaron a varios miles y nos hemos consolado pensando que el problema es que “mataron a los mejores”. Que quedamos los peores pero la culpa no es nuestra, sino de aquellos asesinos. Ni los mejores ni los peores: murieron los que tuvieron más insistencia, menos suerte, más coherencia, menos imaginación, más valor, menos cuidado; los que estaban en el lugar preciso en el momento justo, los que no estaban en el lugar preciso en el momento justo. Nos mataron a muchos y fue una tragedia. Pero el problema central no fue la falta de los que mataron; fue, más que nada, el efecto que produjeron esas muertes en los vivos. Fueron pedagógicas: nos demostraron que “ser realistas y buscar lo imposible” podía ser tan costoso que después preferimos no arriesgar y aceptar lo posible. Que siempre era un desastre.

Es obvio que la Argentina se arruinó. Lo sabemos. Lo que no queremos saber es que fuimos nosotros. 

Tratamos de acomodarnos: nos gustó cada imbécil que nos dijo un versito, los fuimos eligiendo. Dos o tres frases apropiadas, una sonrisa turbia, y caíamos en las fauces de bobos que, pocos años después, odiábamos con saña. Los odiábamos, supongo, porque nos odiábamos por haberlos amado, con perdón.

Así que la Argentina volvió a ser ese granero que había intentado dejar atrás un siglo, cuando algunos pensaron que no alcanzaba con exportar carne y trigo y decidieron impulsar industrias; ahora, soja mediante, somos de nuevo un campo grande y festejamos que sí podremos vender unos limones. Esa reconversión -esta vuelta atrás- es la decisión más importante que se tomó en todos estos años, y no la discutimos nunca, nunca la decidimos. Total, teníamos democracia.

Sin ideas, sin debate, sin futuros, la Argentina, en nuestros años, se volvió un país reaccionario: un país donde cada gobierno hace tantos desastres que el siguiente asume para deshacerlos. El gobierno de Alfonsín llegó para deshacer el entramado asesino de la dictadura; el gobierno de Menem, para deshacer el caos económico de la hiperinflación alfonsinista; el gobierno de De la Rúa, para deshacer la corruptela menemista; el gobierno de Kirchner, para deshacer el desastre neoliberal antiestatista menemistadelarruísta; el gobierno de Macri, para deshacer el tinglado corrupto-clientelar del kirchnerismo. Y seguirán las firmas: el gobierno actual ya está haciendo sus méritos. Porque el problema empieza cuando se les acaba la reacción.

Somos, más allá de las máscaras políticas, venales. Ávidos somos, afanosos. Nos gustan demasiado ciertos placeres chicos, la tele más grande, el coche más brishoso, el viaje de envidiar. Y nos subimos a cualquier carro que nos ofrezca esos caramelitos. Ya no nos gusta imaginar a largo plazo, fijarnos metas, buscar. Quizá porque vimos que cuando buscamos no encontramos, entonces no buscamos, entonces no encontramos, entonces no buscamos.

Cada vez más conductas anormales nos parecen normales: nos parece normal que tantos coman poco, que tantos vivan mal, que tantos mueran antes, que la violencia -verbal o físicasea nuestra manera; nos parece normal que nos engañen. Avanzamos por el camino de la rana: nos metieron en el agua tibia y nos la fueron calentando poco a poco y, con el tiempo, nos acostumbramos a vivir en un país que hierve; o casi hierve, porque tampoco es que haya suficiente gas.

Es mía. Menem, con la famosa Ferrari, en la quinta de Olivos, a poco de asumir.

Somos la rana acostumbrada; somos, al fin y al cabo, gente que resopla. (Resoplar, decía el otro, solo sirve si después se sopla. Si no, se queda en el berrinche; y el berrinche es la costum- bre más argenta). Resoplamos y nos armamos un país a imagen del resoplo: un país que se grita cosas para sacarse el malhumor pero que está tan pagado de sí mismo, tan engañado de sí mismo que le pudo creer a aquella presidenta que dijo que tenía menos pobreza que Alemania. Un país que sigue imaginando que tiene un lugar en el mundo. Un país que trata de no ver lo que es. Nos ayuda, si acaso, ese mérito que no nos abandona: seguimos poniendo caras en la camiseta universal. Si antes fueron Ernesto Guevara o Eva Perón, después Borges o Maradona, ahora es Jorge Bergoglio: la proporción de personajes globales que produce la Argentina no tiene relación con su papel en la cultura y la economía del mundo. Aunque ahí hay algo que quizá nos defina: ser grandes de la máscara.

Algunos quisimos cambiar aquel país, otros no. Entre todos, lo cambiamos para mal.

O mejor llamarlo por su nombre: la careta. Es difícil, por ejemplo, negar que los más exitosos de nuestra generación son esos dos cincuentones que el 90 por ciento de los argentinos votó, hace año y medio, para que nos mandaran. Es difícil soportar que nuestros jefes sean un señor que no habla cuando habla y otro que miente incluso cuando calla: dos señores de tan pocas luces. Y que otros estandartes sean un exfutbolista que fue extraordinario y se convirtió en un jubilado triste, y un músico que fue extraordinario y se convirtió en un jubilado triste. Mauri, Daniel, Diegote, Charly. Máscaras, lo nuestro son las máscaras. Y, cada vez más, los jubilados tristes.

Somos muy mediocres. O, por lo menos: nuestras acciones públicas son tan mediocres, producen resultados tan mediocres.En algunos años, algunos libros contarán -si es que hay libros todavía, si es que hay una Argentina todavía- que la nuestra fue la generación más fracasada de la historia del país. Que fuimos nosotros -no harán diferencias, hablarán de todos nosotros- los que lo llevamos a este punto. Por supuesto, la generación siguiente puede disputarnos la corona, pero creo que nos reconocerán la importancia de haber hecho camino. Y nuestra marca: la Argentina donde empezamos a vivir era tanto mejor que esta donde vamos terminando.

Alguno me dirá que es fácil hablar desde lejos, que me calle (en su manera más argenta: “Callate, puto, cerrá el orto”); ya me lo han dicho muchas veces. No sé si es fácil o difícil; sé, sí, que la distancia es condición de muchos. Y eso no me consuela. Pero es cierto que muchos dejamos la Argentina en estos años: desde los que salimos en el 76 por el terror hasta los que se fueron en 2002 por el desastre. Muchos aprovechamos que la Argentina es un país reciente -que nuestros padres o abuelos nacieron en otros- para poder decirnos que volvíamos a sus lugares. Yo, en todo caso, me fui obligado -a Francia- en el 76, volví entusiasta en el 83, me volví a ir -a España- en 2013. Esta vez fue distinto: nadie me forzó. No sé bien por qué me fui: me dije que el mundo era demasiado grande e interesante como para rechazar la tentación de cambiar ángulos, pero sé que también fue porque estaba cansado.

Tomé la mía, me escapé. Y también me siento responsable.

Familia. Kirchner entrega en 2007 el bastón de mando a Cristina. Scioli Sonríe.

Hemos pasado: vivimos cuarenta, cincuenta años argentinos y no dejamos nada que valga la pena recordar (más que un país en ruinas, su eterna calesita, sus reacciones pobres). Debe haber logros, pero no logro verlos; vale la pena discutirlo. Es cierto que en algunos aspectos la vida es más libre que hace 50 años. Pero muchas de esas libertades que no existían entonces -sexuales, sobre todo- llegaron de otras culturas y nos limitamos a adoptarlas, ni siquiera del todo: el aborto, por ejemplo, sigue siendo ilegal.

Nosotros, mientras, la cagamos; es tan fácil saber que la cagamos. ¿Y qué se puede hacer cuando queda tan claro? ¿Mirar para otro lado, buscar a quién echarle culpas, negar todo, disimular o incluso convencernos de que la cosa no es tan grave? Ninguna de esas reacciones sirve para empezar a arreglar nada. Aunque, quizá, la idea de que los que la cagamos podamos arreglarla es otra forma de escaparnos. Quizá sea hora de que nos demos por vencidos -por nosotros mismos- y nos retiremos, dejemos el espacio a otros que, probablemente, lo puedan hacer aún peor. Pero es difícil: nadie se retira a los 60, a los nuevos 40 o 25 o 37 y medio.

¿Entonces? ¿Decidir que vamos a ser distintos, como se deciden cosas el día de fin de año, el día del cumpleaños? ¿Decidir que quizá no podamos ser distintos pero sí actuar distinto, buscar otras maneras? ¿Decidir que vale la pena dejar de lado estupideces y fanfarrias y hacerse cargo del desastre, sabiendo que construimos con barro, sabiendo que no se puede construir con barro si uno pretende que es cemento? ¿Aceptar que ya perdimos nuestra oportunidad, que si acaso, en esa construcción, ya serán otros los que lleven el ritmo, los que manden, pero aun así valdría la pena colaborar en lo posible? ¿Aceptar que deberíamos ayudar en una búsqueda cuyos resultados, si los hay, nunca vamos a ver?

Hay un país, lo reventamos. Negarlo es la manera más segura de seguir haciéndolo. Un país, pese a todo. Quizá valga la pena discutirlo, resignarse a pensarlo: reinventarlo.


domingo, 26 de enero de 2014

Donde digo digo... De Alguna Manera...


Donde digo digo...


Fue un triunfo estrepitoso del sofisma. El viernes 24, cuando el jefe de Gabinete señor Capitanich, flanqueado calladito por el ministro de Economía señor Kicillof, anunció las nuevas medidas económicas –que, según la verba inflamada de la prensa, “aflojaban el cepo”– todos entendimos que los gastos de las tarjetas argentinas fuera de la Argentina dejarían de tributar el 35 por ciento y volverían al 20 por ciento que entregaban hasta el 3 de diciembre pasado.

Así lo explicaron, al unísono, todos los medios. Así lo consignaron en sus ediciones del sábado 26 Clarín, La Nación, Página/12, Perfil y compañía. Así, incluso, fue que yo pensé más de dos veces que me daría mucha vergüenza publicar un libro en diciembre y retirarlo de la circulación en enero; que era raro que un gobierno deshiciera una medida tan reciente, y que era otro signo de la imparable decadencia kirchnerista.

Por eso me sorprendí tanto esta mañana cuando vi el tuit de @IsmaelBermudez1 que decía que el señor Kicilof decía que las tarjetas seguirían tributando el 35. Busqué la fuente: era una larga entrevista, tapa de Página/12.

La empecé divertido. Me gustó cuando los periodistas contaban que, en medio de la peor crisis de la última década, el ministro de Economía estaba cuidando a sus hijos: nada mejor que la familia para dar la sensación de calma que la ciudadanía espera de sus líderes. Y me gustó cuando el ministro empezó a explicar que “ahora las personas podrán ir nuevamente a un banco y adquirir dólares” y que “su capacidad de compra va a estar asociada al nivel de ingreso normal que tengan”, y que “quien quiera acceder a la tenencia de dólares debe estar registrado en la AFIP y tener una capacidad proporcional a lo que quiere comprar”. Y que entonces los periodistas despiadados le preguntaran qué criterio se iba a utilizar con cada grupo de asalariados, y que el ministro, seguro, les contestase:

–El mecanismo tendrá un sesgo hacia los que menos tienen.

Haciendo del sonsonete acostumbrado un imposible lógico: aunque forma parte de un gobierno que trabaja para bancos, mineras, petroleras y cuentas propias proclamando siempre que favorece a “los que menos tienen”, no puede decir que un mecanismo de entrega de dólares a los que prueben que tienen la plata suficiente va a favorecer a los que no la tienen. Hasta ahí podíamos llegar en el avance de la idiocia, me reí. Me reía, pero topé con la parte del león:

“– ¿Cómo se implementará la reducción de 35 a 20 por ciento en la percepción a cuenta del pago del Impuesto a las Ganancias?

–La compra de dólares para tenencia pagará un anticipo del Impuesto a las Ganancias equivalente al 20 por ciento de la operación. En el caso de venta de divisas por turismo y para gastos con tarjeta en el exterior, el paso de 35 a 20 por ciento no será implementado este lunes.”

Putée, me dije que era increíble inverosímil delirante, que ahora sí tenía miedo, que un gobierno no puede proclamar una medida el viernes y negarla el sábado, que estábamos realmente en la trituradora. Y entonces decidí escribir este exabrupto y fui a buscar el anuncio del viernes para mostrar la flagrantísima contradicción. En el video, el señor Capitanich era lacónico:

–Hemos decidido autorizar la compra de dólares para tenencia de personas físicas de acuerdo al flujo de ingresos declarados. Y paralelamente se ha decidido disminuir el anticipo de impuesto a las ganancias del 35 por ciento al 20 por ciento para el comprador.

Dijo desde su púlpito, leyendo un papelito, y no dijo más sobre el asunto. Y todos leyeron –leímos– que se había bajado el impuesto para las tarjetas en el exterior. Pero, releyéndolo ahora con el cuidado del entomólogo tuberculoso, se ve que el señor Capitanich no precisó: que dijo que la baja era “para el comprador”, y que podría argüir que se refería al comprador de esos dólares que ahora se venderán, no al comprador de objetos o servicios en dólares vía tarjeta.

Aunque todos –incluidos sus medios propios– entendimos lo contrario y lo anunciamos y lo comentamos y ellos lo permitieron. Seguramente se la pasaron bomba. La única explicación es que hayan preparado con cuidado una frase que podía entenderse de las dos formas para especular con las reacciones antes de decidir qué medida aplicaban. O quizás hay otras, vaya a saber.

En todo caso: tienen razón, no dijeron lo que todos creímos que dijeron. Jugaron con las apariencias y las percepciones y ganaron –no se sabe qué. Pero mostraron, tan claro como nunca, el juego que juegan. Hablar de forma que puedan decir no dije esto, no, donde digo digo digo diego, ay qué pena vos te confundiste. No es lo que se espera de la comunicación de un gobernante. Es, sí, lo que estos hicieron.

Si querían enseñarnos algo, lo lograron: que hay que desconfiar de lo que parece que dicen y darlo vuelta para ver qué dicen y dónde está el gato encerrado o, peor: que no hay que dar por cierto nada que no sea una medida firma y refrendada y publicada -y aún así.

O, más en general: que lo lógico es no creerles un carajo.

Actualización, 10.10 hs.: me equivoqué. Mea culpa mea grandissima culpa. Una lectora atenta, @sofimills, me manda la grabación de una entrevista que el señor Kicilof concedió al señor Morales, viernes a media mañana, poco después del anuncio oficial. Allí, entre el minuto 07:55 y el 10:35, el ministro explica muy claramente que el anticipo de impuesto a las ganancias que se cargará a las tarjetas argentinas fuera de la Argentina será del 20 por ciento.

 
Creo que caí víctima del gusto argentino por las teorías conspirativas que, en general, intentan convertir en astucia malévola lo que no es más que incapacidad: la famosa inepcia. En este caso está claro que el viernes el gobierno -o por lo menos su ministro de Economía- pensaba reducir el impuesto del 35 al 20 por ciento. El sábado ese mismo ministro pensaba o dijo lo contrario. Lo que interpreté como ambigüedad era solo contradicción, decir y desdecirse, indecisión extrema: no sé ni lo que hago.

Por otras vías, la conclusión sigue siendo la misma: lo lógico es no creerles un carajo. 

© Escrito por Martín Caparrós el Domingo 26/01/2014 y publicado por el Diario El País de Madrid, España.