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martes, 30 de mayo de 2017

Una reflexión sobre el rol de los jóvenes en los años 70... @dealgunamanera...

La culpa es de nuestra generación…

Postal histórica. Perón, Isabel y, delante, Cámpora, en la casa de Gaspar Campos.

Una reflexión sobre el rol de los jóvenes en los años 70. Ayer cumplí 60 años. Me insisten en que no es grave, que los 60 son los nuevos 40 o 25 o 37 y medio, pero lo cierto es que a menudo se sienten -y se viven- como los viejos 60. Cumplí 60 años y me llena de sorpresa, esa perplejidad que te causa saber que ya lo has hecho: que todavía podrás introducir algún detalle pero lo grueso es lo que hiciste. Envejecer es descubrir que ya no serás otro. 

© Escrito por Martín Caparrós el martes 30/05/2017 y publicado por el Diario Clarín de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Fuente: The New York Times

Hay algo raro, perentorio en la palabra cumplir, que también me incomoda. No me parece que haya cumplido mucho. Pero no se trata, aquí y ahora, de mí y yo mismo y mi persona; lo que me molesta es que no me parece que nosotros hayamos cumplido casi nada.

Digo nosotros porque digo yo; digo yo porque digo nosotros: argentinos, sesentones argentinos, mis coetáneos, mis compañeros de generación, los míos. Quizá ya sea la hora de preguntarnos cómo, cuándo, quizá, incluso qué y por qué: es hora, en síntesis, de ir haciéndonos cargo.

Es difícil definir una generación, caprichoso, impreciso. Digamos, entonces, por decir: los que nacieron un poco antes y después que yo, los que tuvimos 20 años en la Argentina de los años sesenta y setenta. Perón hablaba, entonces, de “esta juventud maravillosa” y, ahora, es fácil pensar que todos éramos jóvenes inquietos, preocupados por los destinos de la patria, dispuestos a vivir -y a morir- para ella.

Se instaló un mito: si digo mi generación muchos piensan en militancia y muertos y desapariciones y torturas. Los hubo, pero hubo tantos más que no hicieron nada de eso. Los que gobiernan ahora, sin ir más lejos, son parte de mi generación y no hicieron nada de eso. En esos días estaban -Mauricio Macri, Daniel Scioli, Cristina Fernández, Elisa Carrió- preparándose para ganar más plata. Y millones miraban sin saber qué decir o gritaban goles de Kempes o tarareaban a Spinetta.

Los que sí decidimos hacer esas cosas tuvimos -tenemos- un lugar excesivo cuando se habla de mi generación. Es cierto que la historia no se escribe con los miles y miles que el 25 de mayo de 1810 se quedaron en sus casas sino con los doscientos o trescientos que se reunieron en la Plaza. ¿Los que definen una generación son los pocos que actúan, no los muchos que no? Es probable, y es fácil para todos los demás. En cualquier caso, el mito sirve para cosas. Por ejemplo, un truco fácil: hablar de lo que algunos hicimos en los años setenta es un modo de no hablar de lo que hicimos todos en los cuarenta años siguientes.

Juntar del terror. Videla, junto a Massera y Agosti: festejo del Mundial 78.

Y, sin embargo, empiezo por hablar de aquello: fueron años -como todos- raros. Empezamos nuestras vidas en un mundo convulsionado, esperanzado: todo debía cambiar, todo estaba cambiando. Cualquier muchacho más o menos decente sabía que aquel orden social era injusto y que había otros que debían remplazarlo; la discusión no era si la sociedad debía cambiar; era cómo, por qué medios, hacia dónde. Se supone que, de formas varias, muchos lo intentamos. Perdimos. Brutalmente perdimos, pero lo intentamos.

Aquella Argentina estaba llena de infamias. La manejaban generales que golpeaban en cuanto detectaban cualquier amenaza al poder de una burguesía rica que poseía sus enormes campos y sus medianas industrias, que explotaba a obreros y peones, que se alineaba con los imperios contra sus colonias, que controlaba la nación y su Estado para su beneficio. Decidimos, con razones, luchar contra eso. Pero en 1970 uno de cada treinta argentinos estaba “bajo la línea de pobreza” y ahora es uno de cada tres: diez veces más. Y aquella pobreza, solía suponerse, era un estado transitorio hacia una situación mejor, un puesto que permitiera hacerse una casita, mandar a los chicos a la escuela, ganar un poco más, ser mejor explotado, “progresar”.

El mito de la movilidad social seguía imperando. Era un país con una clase media amplia y más o menos educada, que nos desesperaba: un obstáculo para cualquier intento de cambio revolucionario. Una clase media que se forjaba en la escuela pública pensada como una herramienta para homogeneizar, para implantar ciertas bases comunes; donde aprendíamos todos los que no éramos ni exageradamente ricos ni exageradamente chupacirios ni exageradamente tontos. La diferencia argentina podía sintetizarse en sus escuelas del Estado. Hace 50 años solo uno de cada diez chicos iba a la escuela privada; ahora, tres de cada diez. Es otro dato decisivo.

Algunos quisimos cambiar aquel país, otros no; entre todos lo cambiamos para mal. Somos la generación de la caída. Ahora, ese tercio pobre de la población se ha congelado: vive en algún margen, en viviendas precarias, con empleos ilegales o sin ningún empleo, dependiente del Estado y sus limosnas, completamente afuera y sin expectativas de volver: a la intemperie. No tienen futuro. Y los demás, en general, tampoco creen en eso.

Hace 50 años el producto bruto per cápita era la mitad del de Estados Unidos; ahora es menos de un cuarto. Hace 50 años un 10 por ciento de inflación era un peligro; ahora sería un logro extraordinario. Que nunca conseguimos. Hace 50 años la Argentina tenía 40.000 kilómetros de vías férreas que armaban un país; ahora no tiene 4.000 y la mayoría no funciona. Hace 50 años la Argentina se autoabastecía en petróleo, gas y electricidad; ahora se endeuda para importarlos. Hace 50 años la Argentina fabricaba aviones y coches de diseño propio; ahora desequilibra su balanza de pagos para comprar autopartes y juntarlas. Hace 50 años los hospitales públicos atendían a la mayoría de la población; ahora solo atienden a los que no tienen más remedio.

No son solo los datos; lo brutal es que la vida de cada día se nos ha vuelto cada día más incómoda, más hecha de encontronazos que de encuentros, más disgustos que gustos, más impaciencia e impotencia que alegrías y satisfacciones. Y conseguimos un raro grado de violencia cotidiana.

Es obvio que la Argentina no cumplió con su promesa y se arruinó hasta un grado que nadie supo imaginar. Lo sabemos. Lo que no queremos saber es que fuimos nosotros.

Perfil de Martín Caparros

Cristina Fernández, expresidenta, dijo, hace unos días, en Bruselas, que su partido perdió las elecciones porque “ahora la sociedad no está capacitada para leer lo que pasa detrás de las noticias; a los de nuestra generación nos decían algo y sabíamos distinguir lo que había detrás de lo que nos decían y lo que estaba pasando, porque estábamos instruidos intelectualmente”. Nuestra generación -la suya, la mía, la tan instruída- hizo esta Argentina. Y todavía algunos de sus miembros tienen la desvergüenza de suponer culpas ajenas.

Siempre es fácil echar culpas a los otros; siempre es difícil encontrar las propias. Pero si algo puede servir para algo es buscarlas: tratar de pensar cómo y por qué la Argentina actual es nuestra culpa.

Está, para empezar, la excusa heroica: aquellas muertes. Nos asesinaron a varios miles y nos hemos consolado pensando que el problema es que “mataron a los mejores”. Que quedamos los peores pero la culpa no es nuestra, sino de aquellos asesinos. Ni los mejores ni los peores: murieron los que tuvieron más insistencia, menos suerte, más coherencia, menos imaginación, más valor, menos cuidado; los que estaban en el lugar preciso en el momento justo, los que no estaban en el lugar preciso en el momento justo. Nos mataron a muchos y fue una tragedia. Pero el problema central no fue la falta de los que mataron; fue, más que nada, el efecto que produjeron esas muertes en los vivos. Fueron pedagógicas: nos demostraron que “ser realistas y buscar lo imposible” podía ser tan costoso que después preferimos no arriesgar y aceptar lo posible. Que siempre era un desastre.

Es obvio que la Argentina se arruinó. Lo sabemos. Lo que no queremos saber es que fuimos nosotros. 

Tratamos de acomodarnos: nos gustó cada imbécil que nos dijo un versito, los fuimos eligiendo. Dos o tres frases apropiadas, una sonrisa turbia, y caíamos en las fauces de bobos que, pocos años después, odiábamos con saña. Los odiábamos, supongo, porque nos odiábamos por haberlos amado, con perdón.

Así que la Argentina volvió a ser ese granero que había intentado dejar atrás un siglo, cuando algunos pensaron que no alcanzaba con exportar carne y trigo y decidieron impulsar industrias; ahora, soja mediante, somos de nuevo un campo grande y festejamos que sí podremos vender unos limones. Esa reconversión -esta vuelta atrás- es la decisión más importante que se tomó en todos estos años, y no la discutimos nunca, nunca la decidimos. Total, teníamos democracia.

Sin ideas, sin debate, sin futuros, la Argentina, en nuestros años, se volvió un país reaccionario: un país donde cada gobierno hace tantos desastres que el siguiente asume para deshacerlos. El gobierno de Alfonsín llegó para deshacer el entramado asesino de la dictadura; el gobierno de Menem, para deshacer el caos económico de la hiperinflación alfonsinista; el gobierno de De la Rúa, para deshacer la corruptela menemista; el gobierno de Kirchner, para deshacer el desastre neoliberal antiestatista menemistadelarruísta; el gobierno de Macri, para deshacer el tinglado corrupto-clientelar del kirchnerismo. Y seguirán las firmas: el gobierno actual ya está haciendo sus méritos. Porque el problema empieza cuando se les acaba la reacción.

Somos, más allá de las máscaras políticas, venales. Ávidos somos, afanosos. Nos gustan demasiado ciertos placeres chicos, la tele más grande, el coche más brishoso, el viaje de envidiar. Y nos subimos a cualquier carro que nos ofrezca esos caramelitos. Ya no nos gusta imaginar a largo plazo, fijarnos metas, buscar. Quizá porque vimos que cuando buscamos no encontramos, entonces no buscamos, entonces no encontramos, entonces no buscamos.

Cada vez más conductas anormales nos parecen normales: nos parece normal que tantos coman poco, que tantos vivan mal, que tantos mueran antes, que la violencia -verbal o físicasea nuestra manera; nos parece normal que nos engañen. Avanzamos por el camino de la rana: nos metieron en el agua tibia y nos la fueron calentando poco a poco y, con el tiempo, nos acostumbramos a vivir en un país que hierve; o casi hierve, porque tampoco es que haya suficiente gas.

Es mía. Menem, con la famosa Ferrari, en la quinta de Olivos, a poco de asumir.

Somos la rana acostumbrada; somos, al fin y al cabo, gente que resopla. (Resoplar, decía el otro, solo sirve si después se sopla. Si no, se queda en el berrinche; y el berrinche es la costum- bre más argenta). Resoplamos y nos armamos un país a imagen del resoplo: un país que se grita cosas para sacarse el malhumor pero que está tan pagado de sí mismo, tan engañado de sí mismo que le pudo creer a aquella presidenta que dijo que tenía menos pobreza que Alemania. Un país que sigue imaginando que tiene un lugar en el mundo. Un país que trata de no ver lo que es. Nos ayuda, si acaso, ese mérito que no nos abandona: seguimos poniendo caras en la camiseta universal. Si antes fueron Ernesto Guevara o Eva Perón, después Borges o Maradona, ahora es Jorge Bergoglio: la proporción de personajes globales que produce la Argentina no tiene relación con su papel en la cultura y la economía del mundo. Aunque ahí hay algo que quizá nos defina: ser grandes de la máscara.

Algunos quisimos cambiar aquel país, otros no. Entre todos, lo cambiamos para mal.

O mejor llamarlo por su nombre: la careta. Es difícil, por ejemplo, negar que los más exitosos de nuestra generación son esos dos cincuentones que el 90 por ciento de los argentinos votó, hace año y medio, para que nos mandaran. Es difícil soportar que nuestros jefes sean un señor que no habla cuando habla y otro que miente incluso cuando calla: dos señores de tan pocas luces. Y que otros estandartes sean un exfutbolista que fue extraordinario y se convirtió en un jubilado triste, y un músico que fue extraordinario y se convirtió en un jubilado triste. Mauri, Daniel, Diegote, Charly. Máscaras, lo nuestro son las máscaras. Y, cada vez más, los jubilados tristes.

Somos muy mediocres. O, por lo menos: nuestras acciones públicas son tan mediocres, producen resultados tan mediocres.En algunos años, algunos libros contarán -si es que hay libros todavía, si es que hay una Argentina todavía- que la nuestra fue la generación más fracasada de la historia del país. Que fuimos nosotros -no harán diferencias, hablarán de todos nosotros- los que lo llevamos a este punto. Por supuesto, la generación siguiente puede disputarnos la corona, pero creo que nos reconocerán la importancia de haber hecho camino. Y nuestra marca: la Argentina donde empezamos a vivir era tanto mejor que esta donde vamos terminando.

Alguno me dirá que es fácil hablar desde lejos, que me calle (en su manera más argenta: “Callate, puto, cerrá el orto”); ya me lo han dicho muchas veces. No sé si es fácil o difícil; sé, sí, que la distancia es condición de muchos. Y eso no me consuela. Pero es cierto que muchos dejamos la Argentina en estos años: desde los que salimos en el 76 por el terror hasta los que se fueron en 2002 por el desastre. Muchos aprovechamos que la Argentina es un país reciente -que nuestros padres o abuelos nacieron en otros- para poder decirnos que volvíamos a sus lugares. Yo, en todo caso, me fui obligado -a Francia- en el 76, volví entusiasta en el 83, me volví a ir -a España- en 2013. Esta vez fue distinto: nadie me forzó. No sé bien por qué me fui: me dije que el mundo era demasiado grande e interesante como para rechazar la tentación de cambiar ángulos, pero sé que también fue porque estaba cansado.

Tomé la mía, me escapé. Y también me siento responsable.

Familia. Kirchner entrega en 2007 el bastón de mando a Cristina. Scioli Sonríe.

Hemos pasado: vivimos cuarenta, cincuenta años argentinos y no dejamos nada que valga la pena recordar (más que un país en ruinas, su eterna calesita, sus reacciones pobres). Debe haber logros, pero no logro verlos; vale la pena discutirlo. Es cierto que en algunos aspectos la vida es más libre que hace 50 años. Pero muchas de esas libertades que no existían entonces -sexuales, sobre todo- llegaron de otras culturas y nos limitamos a adoptarlas, ni siquiera del todo: el aborto, por ejemplo, sigue siendo ilegal.

Nosotros, mientras, la cagamos; es tan fácil saber que la cagamos. ¿Y qué se puede hacer cuando queda tan claro? ¿Mirar para otro lado, buscar a quién echarle culpas, negar todo, disimular o incluso convencernos de que la cosa no es tan grave? Ninguna de esas reacciones sirve para empezar a arreglar nada. Aunque, quizá, la idea de que los que la cagamos podamos arreglarla es otra forma de escaparnos. Quizá sea hora de que nos demos por vencidos -por nosotros mismos- y nos retiremos, dejemos el espacio a otros que, probablemente, lo puedan hacer aún peor. Pero es difícil: nadie se retira a los 60, a los nuevos 40 o 25 o 37 y medio.

¿Entonces? ¿Decidir que vamos a ser distintos, como se deciden cosas el día de fin de año, el día del cumpleaños? ¿Decidir que quizá no podamos ser distintos pero sí actuar distinto, buscar otras maneras? ¿Decidir que vale la pena dejar de lado estupideces y fanfarrias y hacerse cargo del desastre, sabiendo que construimos con barro, sabiendo que no se puede construir con barro si uno pretende que es cemento? ¿Aceptar que ya perdimos nuestra oportunidad, que si acaso, en esa construcción, ya serán otros los que lleven el ritmo, los que manden, pero aun así valdría la pena colaborar en lo posible? ¿Aceptar que deberíamos ayudar en una búsqueda cuyos resultados, si los hay, nunca vamos a ver?

Hay un país, lo reventamos. Negarlo es la manera más segura de seguir haciéndolo. Un país, pese a todo. Quizá valga la pena discutirlo, resignarse a pensarlo: reinventarlo.


martes, 24 de marzo de 2015

1976 - 24 de Marzo - 2015... A 39 Años, Nunca Más...

1976 - 24 de Marzo - 2015... A 39 Años, Nunca Más...


"La memoria despierta para herir a los pueblos dormidos que no la dejan vivir libre como el viento", dice León Gieco en su canción "La memoria", esa memoria que se volverá a reivindicar mañana cuando se conmemoren 39 años del Golpe militar que durante siete años sumió en la noche más oscura a la Argentina.

El 24 de marzo de conmemora el "Día Nacional de la Memoria por la Verdad y la Justicia", una jornada para recordar y analizar qué nos pasó a los argentinos en esos 2.818 días, llenos de violencia, dolor y ausencias.

El 24 de marzo de 1976 el general José Rogelio Villarreal le dijo a Isabel Martínez de Perón: "Señora, las Fuerzas Armadas han decidido tomar el control político del país y usted queda arrestada".


"Control del país...", tres palabras que contenían un futuro fatídico: disolución de los partidos políticos, cierre del Congreso, reemplazo de la Corte Suprema de Justicia, supresión de la actividad sindical y debacle económica y social.

Este "control del país" fue teñido de sangre con más de 30.000 desaparecidos; detenidos por razones políticas que fueron víctimas de una violencia extrema y vejámenes y 500 bebés robados a sus padres biológicos, a quienes se les cambió la identidad.

"Control del país", también significó una brutal y aniquiladora política económica.
El régimen militar impulsó las bases de un nuevo modelo económico: el neoliberalismo, con la idea de que el Estado debía intervenir lo menos posible en el mercado.

De esta forma, se configuró un país regresivo en lo económico y socialmente injusto.


La apertura de la economía significó la destrucción de la industria nacional, así como también la creciente concentración de la riqueza en pocas manos.

A comienzos de 1977, el entonces ministro de Economía, José Martínez de Hoz, inició un experimento monetario denominado "la tablita", un sistema de devaluaciones que dio comienzo a la especulación o "bicicleta financiera".

En 1979, el sistema financiero se volvió incontrolable para el gobierno, los precios minoristas subieron un 139 por ciento y el consumo cayó abruptamente.

Otro número que refleja la fuerte caída de la economía del país es que en los siete años de la dictadura se quintuplicó la deuda externa argentina.

De 9.738 millones de pesos en 1976, ascendió a 45.069 millones de pesos en 1983.
39 años después, "control del país" es reemplazado por otras tres palabras Memoria, Verdad y Justicia, que son los pilares en los que una sociedad debe apoyarse para poder mirar hacia delante, pero sin olvidar y aprendiendo de los errores.

Despierta la memoria recordar que el 15 de marzo de 2006 se sancionó la ley que declaró el 24 de marzo "Día de la memoria, por la verdad y la justicia", a instancias del entonces presidente Néstor Kirchner.


Despiertan la memoria 13 juicios por delitos de lesa humanidad que se llevan adelante actualmente; despiertan la memoria más de 134 procesos finalizados desde que se declaró la inconstitucionalidad de las "leyes del perdón"; despiertan la memoria 563 condenados; despiertan la memoria 1064 detenidos por violaciones a los derechos humanos.

La memoria se despierta con 116 nietos recuperados, con más de 200 detenidos-desaparecidos identificados a través de sus restos encontrados enterrados clandestinamente; con más de 100 ex centros clandestinos de detención señalizados para recordar que por allí pasó el horror y con 11.941 víctimas que vieron y verán sentados en el banquillo de los acusados a sus verdugos.

La memoria se despiertan cuando son llevados ante la justicia los jueces cómplices y los empresarios que no dudaron en "entregar" a sus trabajadores a cambio de beneficios económicos bañados en sangre.


Pablo Neruda dice en su poema "Los enemigos": "Por esos muertos, nuestros muertos, pido castigo. Para los que de sangre salpicaron la Patria, pido castigo. Para el verdugo que mandó esta muerte, pido castigo. Para el traidor que ascendió sobre el crimen, pido castigo. Para el que dio la orden de agonía, pido castigo. Para los que defendieron este crimen, pido castigo".

En el Día Nacional de la Memoria, por la Verdad y la Justicia, jornada declarada feriado nacional inamovible durante la Presidencia de Néstor Kirchner, habrá como todos los años dos movilizaciones con sus respectivos actos frente a la Casa Rosada. 

© Publicado el lunes 23/03/2015 por el Diario El Ancastí de la Ciudad de San Fernando del Valle de Catamarca, Provincia de Catamarca, República Argentina.Argentina.




miércoles, 2 de julio de 2014

Juan Domingo Perón, la verdadera herencia... De Alguna Manera...


La verdadera herencia...


Un análisis del legado de Juan Domingo Perón, a cuarenta años de su muerte. En primera persona: estábamos desolados. Aquel 1º de julio de 1974, cuando a través de los medios se informó que había fallecido a los 78 años el presidente de la nación, el Teniente General Juan Domingo Perón, la percepción y el recuerdo de quien les habla, junto con todos mis coetáneos, era de desconsuelo. Desolación también: porque no solamente la jornada era invernal y los próximos días serían fríos y lluviosos, sino porque el desconsuelo perforaba el alma de los argentinos. Sin apelar a categorizaciones psicoanalíticas, nos habíamos quedado huérfanos. “El viejo” se había muerto.

En aquel entonces, 78 años era sinónimo de viejo. Hoy, el presidente más veterano que hay en ejercicio de su cargo en el mundo entero, el de Israel, tiene 90 años: Shimon Peres. Y hay varios de esa generación que siguen haciendo sus vidas. Pero en aquel momento, los 78 años de Perón los vivíamos nosotros –en mi caso, veinteañero– de una manera terrible. No porque fuéramos todos peronistas, ni porque pensáramos que “el Viejo”, como se lo denominaba, al desaparecer de escena habría de provocar la catástrofe que vivismos los argentinos. 

Pero lo que prevalecía en aquel momento era esa sensación terrible que nos acontece en algún momento, de que ya nada habría de ser igual a lo que había sido. Al irse del mundo de los vivos en medio de aquel cambalache atroz, siniestro e indescriptible de los ritos satánicos de López Rega y su banda, la Argentina se quedaba con lo puesto. Miento. No nos quedábamos con lo puesto. Nos quedábamos desnudos, atrapados por nuestros odios, la sed de venganza, la retribución permanente de “a cada bala, otra bala; a cada muerto, otro muerto”.

Para los más jóvenes, quiero que sepan que una frase de la política de aquellos años era “tirarle muertos a fulano”, asesinar, secuestrar, destrozar. La Argentina, que estaba al borde del precipicio, sintió, en esencia, que la muerte de Juan Perón nos arrojaba a ese precipicio.
Perón había sido mucho más que un jefe político. Había llegado a la condición de un hombre que parecía encabezar un culto divino. Había y hay, y en gran medida me temo que sigue existiendo, una divinización de su carácter infalible. Perón era un personaje que conducía pero que, de hecho, si se lo desafiaba políticamente quien lo hacía entraba en categoría de traidor. 

Otra de las frases, o de las palabras clave del peronismo, es la noción de “traidor”. Así se denominó a muchos que osaron alzarse contra un hombre que había hecho del culto táctico un verdadero resumen de las virtudes de la política: el tacticismo, la destreza o elasticidad de la cintura política de Juan Perón fue uno de los aspectos proverbiales de su larga trayectoria política.

Fue así como asumió, de manera no violenta, haber sido derrocado y rápidamente emprendió rumbo al refugio en Paraguay. Hay que decirlo: el Paraguay de una dictadura, que marcaba el comienzo de la larga era de Alfredo Stroessner. En aquel momento, ya Perón había dicho que no contasen con él para la violencia. Pero pocos meses más tarde, desde la Argentina y ya desde su exilio en diferentes países de América Latina, en donde siempre estaban en el poder dictaduras de extrema derecha, Perón fue capaz de operar el pacto con la Unión Cívica Radical Intransigente (UCRI), a cambio de importantes prebendas políticas y corporativas que le había asegurado el candidato Arturo Frondizi, que efectivamente llega a la Casa Rosada, no solamente con la cantidad importante de votos de la UCRI, sino con un aporte importantísimo y determinante de votos del peronismo impulsados por Perón.

De la salida pacífica de 1955 por el puerto de Buenos Aires, a la insurrección y a los episodios de violencia política, primitivos pero de índole terrorista, se pasa al pacto con Frondizi, y años más tarde, cuando los militares vuelven a atrapar el poder una vez más, en 1966, proclamando el fin de la época del liberalismo –idea que fascinaba mucho a Perón-, Perón ordena el “desensillar hasta que aclare”. En una palabra: no hacerle frente al gobierno de la autodenominada Revolución Argentina.

Pero años muy pocos años más tarde, Perón, con la misma frialdad y naturalidad, apoya explícitamente lo que denominaría “formaciones especiales”, un eufemismo por darle aval político y legitimidad filosófica a asesinatos como el de Pedro Eugenio Aramburu y todos los que siguieron después.

Esa época abarca casi un lustro. A lo largo de ese lustro, Perón, que ya estaba radicado desde 1961 en la España de Francisco Franco, habrá de convertir ese arte del compromiso táctico en su marca registrada. El era capaz de hablar bien de Mao Tse Tung y de Fidel Castro, y a la vez no haber pisado jamás territorio cubano. Para eso lo tenía a John William Cooke. En 1973 la capacidad tacticista de Perón implicó proclamar una candidatura imposible: “Cámpora al Gobierno, Perón al poder”, una manera de hacerle pito catalán a los elementos más proverbiales de la legitimidad política institucional.

¿Qué herencia ha dejado Perón, cuarenta años después de su muerte? ¿Qué tenemos para mirar desde hoy y hacia adelante? El Movimiento Nacional Justicialista nunca se asumió como partido político. En su disco rígido, en el núcleo de su pensamiento ideológico, el peronismo nunca dejó de pensar, y sobre todo Juan Perón nunca dejó de considerar, que los partidos políticos eran una lacra de la democracia liberal. A su manera, él era también un claro impulsor de la acción directa, ya sea por la cúspide o por las bases. 

¿Qué herencia dejó? Hay una indiscutible y que sería necio negar: de esa manera imperfecta y parcial como fue el ascenso del peronismo, para la Argentina implicó la integración social de enormes mayorías desheredadas, a las que antes se había interpelado solamente de manera formal, pero no de manera directa. En ese sentido hay una cantidad importante de conquistas políticas y sociales –aguinaldo, voto femenino entre muchas otras- que implicaron un innegable progreso, pero que desafortunadamente se concreto en el marco de un autoritarismo y una falta de respeto por la institucionalidad democrática que marcaron desde el comienzo las falencias del peronismo.

Perón era, además, un personaje muy arraigado en la cultura argentina: tanto la del siglo XIX, cuando nació, como la del siglo XX en el que vivió y murió: era hombre de guiños y picardías. De alguna manera, personificaba la “viveza criolla”.

Años después, tras tanta sangre derramada, tras tantas “guerras de religión”, como las define Loris Zanatta, el peronismo ciertamente es herbívoro. Hoy no tenemos ni podemos hablar de violencia política, afortunadamente eso ha quedado atrás, no solo para el peronismo, sino para la totalidad de la sociedad argentina.

Perón no consiguió que su herencia política se plasmara en una fuerza orgánica, constituida, pluralista, y que discutiera abiertamente su futuro, y sobre todo su presente, en términos orgánicos. Y eso es lo que está presente en una mujer que no lo quiere, y que no lo quiso a Perón, como Cristina Kirchner, que ha vuelto a demostrar que, aún despreciándolo a Perón, ella es tan peronista como el que más. Ese disco rígido es la peor herencia, el desafío para las próximas generaciones del justicialismo: demostrar que es capaz de convivir con una Argentina que, por lo menos en un importante porcentaje, no piensa de la misma manera.

Esa es la herencia y ese es el desafío, cuarenta años después de la muerte del Teniente General del Ejército Argentino Juan Domingo Perón.


© Escrito por Pepe Eliaschev el Martes 02/07/2014 y publicado por el Diario Perfil de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.


sábado, 12 de octubre de 2013

Isabel Perón reparte la herencia… De Alguna Manera...


Isabel Perón reparte la herencia…


Firmó su testamento y donará el 90% a asociaciones benéficas. A quién irá el resto.

Isabel Perón, viuda del ex presidente Juan Domingo Perón, ya firmó su testamento y los principales favorecidos serán asociaciones benéficas y sus sobrinas.

Según informó ABC, Isabelita donará el 90% de su patrimonio a asociaciones de bien público y el resto a sus sobrinas, ya que no tiene descendencia directa.

Isabelita colabora con el Rastrillo de la organización Nuevo Futuro, Además, podría tener en cuenta otras ONG's, tales como "Aldeas Infantiles", señaló un amigo de la ex presidenta.

Las hermanas de Eva Duarte (Evita), quien fue la segunda esposa del general Juan Domingo Perón y primera dama argentina, también reclamaron parte de la herencia que les correspondía, pero la madre de Evita cedió estos derechos al general Perón y tras su muerte fueron heredados por Isabelita.

En Madrid, sola y sin su fortuna, Isabelita contrató los servicios de un profesional para investigar si había alguna cuenta con el nombre de Perón en los principales bancos suizos, pero el "apoderado no obtuvo ningún resultado", explicó.

© Publicado el lunes 07/10/2013 por el Diario Perfil de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.