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domingo, 16 de octubre de 2016

Homenaje en carne viva… @dealgunamanera…

Hola, abuelo…

Portal Perfil.com Foto: Perfil.com

No tengo demasiada idea de cómo hacer esto, pero siento que tengo que hacerlo.

© Escrito por Gonzalo Bonadeo el domingo 16/10/2016 y publicado por el Diario Perfil de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.

El mundo está lleno de gente que se muere y de personas que sufren esas muertes. Cosas casi vulgares, que pasan a cada minuto. Pero creo que ésa es una lógica que sólo se entiende cuando la muerte duele tanto como me pasa a mí. Entonces, el asunto deja de ser vulgar, claro. Además, no todos los días muere una persona de tu dimensión.

No lo digo por ese amor y esa admiración que te tengo desde que empecé a acompañarte por la vida. Lo digo por lo que está pasando desde que te fuiste.

No te das una idea de la cantidad de gente que nos mandó mensajes, que nos llamó. Gente que vos ni te imaginás se acercó al velorio que, asegura Lola, no hubieras querido tener. Tal como te conocemos, lo hicimos igual: si es verdad que el asunto no termina con la muerte, habrás visto que en tu supuesta despedida hubo tantos amigos, enemigos y ex amigos, como te encantaba que cantara Baglietto.

Hubo coronas, ¿viste? Hasta una de Boca y otra de River. Y un par de los muchachos de la mesa de los miércoles, colegas a los que marcaste a fuego, casi todos tus nietos y muchos amigos. Muchos. Contame. ¿Cómo se hace para tener tantos amigos?

No te asustes. Pronto vamos a cumplir con tu ritual y te vas a eternizar un poco más cuando te honremos en Atalaya. Finalmente, supe de qué equipo fuiste realmente hincha. Lógico. ¡Cómo no ser hincha del club en el que me juraste ser el pibe que asistía al Che Guevara con el Asmopul! Entonces, te tendré todos los días del otro lado de la medianera. Ni vos ni yo fuimos amantes de ciertos símbolos. Pero no puedo escapar de la extraña sensación de haber comprado la casa que tanto soñé, justo pegadita a Atalaya, a la pileta en la que mi vieja me tuvo en su panza mientras vos jugabas al rugby. En aquel momento pensé en lo loca que es la vida circular, que me lleva al punto de partida cincuenta años después. Hoy, sabiendo que elegiste que ése fuera tu lugar predilecto, el círculo se me hace más poderoso. Indestructible.

Ayer, apenas pude ordenar un poquito esa locura que provocó tu muerte, hablé con tus nietas. Nos reprochamos con una sonrisa tierna y húmeda algún “¡Hola, Abuelo!” cansino, a modo de respuesta a esos llamados diarios que, a veces, nos parecían inoportunos y que ya extrañamos ferozmente. Por esa omnipresencia de todos estos últimos años es que dejaste de ser “Pa” para ser “Abuelo”. Vos mismo me explicaste que casi nada se compara con el estado de abuelidad.

Por eso tus nietos te lloran tanto. Porque ni con tus rabietas conseguiste disimular cuánto los amás. ¿Te acordás de cuando me hablaste de tu abuelidad?

Mucha gente te lo hizo recordar ayer. Alguien, no sé quién pero se lo agradezco, colgó en las redes ese tramo de la charla que tuvimos cuando grabamos juntos ese programa en el canal de Claudio y Bernarda. En los tiempos en los que la viralización lo es todo, muchos creerán que la mejor forma de recordarte es escuchándote lapidar a Víctor Hugo o calificar a Grondona con la contundencia y la creatividad que jamás nadie tuvo.

Esa fue sólo una parte tuya. Que siempre existió pero que no fue la única. No, ya no hablo de ser abuelo, de lo humano. Me refiero estrictamente a lo profesional.

Porque, para qué negarlo, a esta altura nuestra relación ha tenido tanto de una cosa como de la otra. En momentos en los que el dolor no me deja lugar para nada que no seas vos, me adjudico la dudosa condición de haber sido el mejor testigo de tus mayores proezas profesionales.

Seguramente desde la impotencia, estoy como empecinado en gritarle al mundo que Diego Bonadeo no es sólo un hábil declarante, esa pieza de colección que todo aspirante a periodista necesita para tener una declaración explosiva que le permita cierta trascendencia.

Diego Bonadeo es no sólo único en su especie, sino un exponente de un periodismo superlativo, que ya no existe. Yo te vi trascender desde la intrascendencia de los estudios centrales de los partidos de tercera división que se transmitían los domingos al mediodía. Y te vi trascender cuando entrevistaste a los pilotos del podio del Gran Premio de Fórmula 1 en el Autódromo: a Mario Andretti, norteamericano, en inglés. A Patrick Depailler, en francés. A Niki Lauda, en alemán. Un crack total.

Fue en 1978, ese año en el que te echaron de tu viejo Canal 7 –mi viejo canal 7, claro– porque los milicos no te dejaron llegar a ATC. Fue en enero. El mismo enero en el que se sorteó el Mundial de Fútbol en el San Martín. Me acuerdo de tu calentura cuando, en lugar de poner tus notas a Helmut Schön, en alemán, y a Michel Hidalgo, en francés, pusieron entrevistas a los mismos tipos, hechas por compañeros tuyos, pero traductor de por medio. Vos estabas justamente indignado. A mí me pareciste más grande que nunca: los que se creían dueños de la pelota, esos que conocí como amigos tuyos, le tenían a tu talento y tu intelectualidad casi más pánico que envidia.

Imaginate si después de haberte acompañado en tantas de éstas me voy a tragar el cuento de que tal es un cerdo o el otro es una lacra. Ni dudo que lo son. Pero, ya te dije, estoy obsesionado en que sos infinitamente más que eso.

Sé que sabés que no puedo parar de llorar mientras escribo. Me duele que no me puedas decir, como casi todos los lunes o martes, que te había parecido una maravilla lo que había escrito en el diario. Justo hoy, que no puedo evitar hacerlo en carne viva. Me cruza el pecho casi tanto como haber conocido ayer tanta gente que te quiere y que me quiso gratificar hablando de cuánto orgullo sentías por mí. “Cada vez que hablaba con Diego no paraba de putear contra medio mundo.

Pero cuando hablaba sobre vos, le brillaban los ojos mal”, me dijo una persona que se autotitula como el único con el que hablabas de los de Página/12. Sabé que también de Página te mandaron una corona. Hasta en algún momento entró en la sala una persona que me vino a saludar y tan rápido como llegó, se fue. Como si temiese que le pegaras alguna carajeada cabrona. 

Tanto te admiran y te quieren que no pueden evitar seguir cerca de vos. Aunque sigas enojado. Como Juan Pablo (¿qué Juan Pablo va a ser, Abuelo? ¡¡Varsky!!), que vino a acompañarnos con los ojos húmedos aún por Adela y que no paró de reírse contando cuando en mi casamiento te prepeó y te dijo que, aunque lo trataras mal, él no podía dejar de abrazarte.

En fin, Abuelo. En tus legendarias columnas de Mercado me enseñaste que lo que se escribe comienza y termina según el espacio de que se disponga. Y detesto que eso me pase ahora.

Es que hay tanto más para contarte. Tanto más para recordar y que me digas: “Pero Gon, ¿cómo podés acordarte de eso?”. Pasó con el libro, ¿no? Ese que decís haber leído dos veces ya. ¿Te das cuenta de que lo que te estoy contando ahora no supe hablarlo con vos, almuerzo de por medio?

A mi tristeza no puedo sumarle demasiados reproches. No en este momento. Entonces, me creo que no lo hice porque estaba enojado. No con el Abuelo. Sino con mi viejo, que ni siquiera tentándolo con venir a disfrutar de la radio con Ariel, Ezequiel, Guido y su hijo (¡¡¡la radio de Eduardo, Abuelo!!!) consiguió que salieras a caminar. Alguna vez, con pánico por hablarte de la muerte, te quise convencer de que lo hicieras para regalarte más tiempo con tus nietos. Hoy me di cuenta de que quería que te regalaras más tiempo para estar conmigo.

Finalmente, un reproche. El único que me animo a hacerte.
¿Quién cuernos va a decirme que está orgulloso de mí y eso sea lo que más me importe en el mundo?

Te amo.

PD: Si es verdad que hay algo después de tanta tristeza, por favor decile a María que tenía razón cuando dijo que ella me conoció cuando la sonrisa era lo que más sobresalía de mí. Y que la extraño horrores. 


viernes, 14 de octubre de 2016

El periodismo de luto… @dealgunamanera…

Murió el periodista deportivo Diego Bonadeo…


Tenía 77 años y una extensa trayectoria en el periodismo donde se destacó en las coberturas deportivas. Su hijo, Gonzalo Bonadeo, siguió sus pasos.

© Publicado el viernes 14/10/2016 por el Diario Perfil de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Fuente: DyN.

El periodismo conoció hoy una triste noticia con el fallecimiento de Diego Bonadeo, destacado profesional que se dedicó a las coberturas deportivas y quien es padre de Gonzalo, columnista del Diario Perfil.

Bonadeo murió en su casa de La Lucila, en Olivos, después de haber sufrido un malestar el jueves. Como periodista trabajó en la revista El Gráfico, en el diario La Nación, la revista Tercer Tiempo y participó en el programa radial Sport 80.

Fue uno de los pioneros en pensar al periodismo deportivo sin dejar de lado componentes políticos y sociales, sobre todo en los ’70, cuando el país vivía los días más oscuros de su historia.

Padre de Gonzalo, reconocido periodista de TyC Sports que cubre desde hace décadas los deportes olímpicos, Diego marcó a muchos de sus colegas al dar los primeros pasos en la profesión.

Además de su carrera periodística, Bonadeo fue concejal de Vicente López por el Frente Grande, y también militó en la Coalición Cívica ARI.



domingo, 2 de octubre de 2016

El fútbol argentino en crisis... @dalgunamanera...

No se dirimen ideas, sólo poder…

La crisis de AFA: discusiones por poder o poco intercambio de ideas. Foto: Cedoc

No se discute qué fútbol queremos sino cómo salir del paso. Mientras el debate sea por cargos o cifras, nada cambiará profundamente.

© Escrito por Gonzalo Bonadeo el domingo 02/10/2016 y publicado por el Diario Perfil de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.

El panorama presente del fútbol argentino parece escrito por los guionistas de un pésimo teleteatro mexicano. O argentino: pasan las horas, los días y los meses y los conflictos siguen siendo los mismos. Los protagonistas se mueven circunstancialmente, como si quisieran ocupar torpemente un espacio distinto en el campo de juego y, de tal modo, no logran avanzar ni un milímetro en la solución del conflicto.

Nosotros, hombres de medios, vivimos aferrados a la lógica de los clicks –llámese así al equivalente al rating televisivo de las punto com– y así como nos colgamos de la ¿polémica? entre Carlos Tevez y Horacio Pagani mientras reducimos a la mínima expresión la proeza del seleccionado argentino de FUTSAL, seguimos haciéndole creer al mundo que lo trascendente para el futuro de nuestro fútbol pasa por Pérez, Moyano, Tinelli, Tapia o Marín.

La Superliga para unos y la AFA para otros solíamos decir hace poco menos de un año, como si el destino y la solución del conflicto pasara por una definición similar a la del “carne o pasta” arriba de un avión.

Hoy seguimos en la misma: siempre resulta más atractivo hablar de nombres notorios –no siempre por las mejores razones– que de ideas que sirvan para terminar con el dilema; si la AFA dejase de ser una vergüenza, deberíamos empezar a hablar de otras cosas.

El 29 de diciembre de 2015, poco después del empate más indecoroso de la historia de las elecciones, el diario La Nación tituló “Hubo acuerdo y las elecciones serán el 29 de junio”. De 2016, claro. Y agregó en el cuerpo de nota que, hasta esa fecha, Luis Segura seguiría a cargo de la presidencia. Ni hace falta que les aclare que nada de eso sucedió. Lo que sí valdría la pena es que los dueños de la pelota –o quienes creen serlo– nos explique a la millonada de hinchas qué fue lo que sucedió en el camino. ¿Por qué no hubo elecciones? ¿Por qué no siguió Segura? ¿Cuál fue la maravillosa variante que justificó que se deshiciera el acuerdo? ¿Hubo alguna vez tal acuerdo?

Durante la última semana de junio de este año, los medios nos llenamos de palabras explicando que, a partir de la intervención de la justicia, la FIFA desafiliaría a la AFA. De pronto, el lunes 27 de junio nos íbamos a quedar sin jugar ni la Copa América, ni los Juegos Olímpicos, ni las eliminatorias. Tampoco voy a recordarle qué pasó finalmente. Lo que sí les debo recordar es que, lejos de desafiliarnos, fue la propia FIFA la que se metió en la AFA y, de algún modo, fecundó in vitro la creación de la denominada Comisión Normalizadora que asumió apenas un mes después del anunciado apocalipsis que jamás llegó. Al menos, no ése.

No caeré en la ingenuidad de ignorar que detrás de los mensajes que le llega a la opinión pública hay una caterva de operadores. Voluntarios e involuntarios: en la Argentina de hoy, vendemos las joyas de la abuela, el cuadro de la abuela y las cenizas de la abuela a cambio de una entrevista mano a mano con el Patón Bauza.

Pero a veces el tedio supera cualquier capacidad de análisis. Y tanta mediocridad supera cualquier capacidad de resistencia al tedio.

En las últimas horas, el gran debate fue el del ascenso y una huelga que se levantó sin tiempo suficiente para que los hinchas vean a sus equipos durante este fin de semana. El tema, como siempre, es el dinero. Tu dinero. Mi dinero. Cada vez que atestigüemos esta batalla berreta por un botín que ni siquiera alcanza para tapar ni mínimamente la irresponsabilidad dirigencial, recordemos que esa plata es nuestra. Y que el fútbol se lleva dinero que debería ser para cloacas, para rutas, para jubilados, para pibes, para maestros, para médicos. O para deportes que necesitan y merecen.

Desde un lado del debate te hablan de que el denominado ascenso usa mal lo que recibe. Del otro, que los de Primera se cortan solos y no quieren que el ascenso exista. Ambos lados prescinden de la lógica del deporte: no sólo podés pasar de ser de un bando a ser del otro en cualquier momento, sino que venimos de atestiguar el bochorno de diez ascensos. De tal modo, muchos de los que hoy se amontonan en un bando pueden mañana mismo pasar del otro. Nada grave. La naturaleza de muchos de estos dirigentes convierte tal mutación en algo menos complicado que cambiarse de calzoncillo.

No faltan los que aprietan cuanto pueden porque consideran que la Comisión Normalizadora actúa de acuerdo con indicaciones directas del gobierno central. Y tampoco faltan quienes advierten que los “amuchados de la B” sólo persiguen ventajas individuales y que el espíritu de cuerpo dura la nada misma. El falso concepto de federalización que tiene el fútbol argentino no ayuda a desmentirlos.

Tómese un minuto para digerir los números de las distintas competencias oficiales, siempre teniendo en cuenta que Buenos Aires y “el Interior” tienen certámenes específicos y bien diferenciados camino al mismo objetivo de ascenso.

La Primera B, en la que juegan veinte equipos, es equivalente al Torneo Federal A, en el que juegan 35. La Primera C, en la que juegan veinte equipos, es equivalente al Torneo Federal B, en el que juegan 61. Y la Primera D, en la que juegan 16 equipos, equivalente al Torneo Federal C, en el que juegan… ¡¡¡266!!!

Un auténtico federalismo de facinerosos. ¿Alguien puede creer, entonces, en el concepto de Ascenso como una sola cosa? El asunto no es de ahora.

Hace apenas 15 años, Instituto y Quilmes fueron los mejores equipos de un Nacional B de treinta equipos –¿les suena?– divididos en una zona “Metropolitana” y una del “Interior”.

Si bien ambos equipos tuvieron el mismo destino –perdieron la promoción ante quienes aspiraban a quedarse en Primera–, el recorrido de ambos fue obscenamente beneficioso para el equipo del Sur del Conurbano.

No sólo Quilmes jugó 28 partidos contra 36 de Instituto, sino que, para cumplir con su calendario, debió recorrer como visitante poco más de 1200 kilómetros en total contra casi 16 mil del conjunto cordobés. Súmenle al desgaste físico, cuánto más cara resulto la campaña de uno respecto del otro.

Hace pocos días, un dirigente del Ascenso reflotó la idea de regionalizar la competencia para abaratar los costos de traslado de los equipos. Ojalá la idea incluya abaratar los costos para todos y no solamente para los de la Capital y el Conurbano. Es saludable pensar en que a Nueva Chicago, Chacarita o Ferro se le eviten los costos de viajar hasta Santiago del Estero. Ojalá alguien piense lo mismo para que Gimnasia y Esgrima de Jujuy, San Martín de Tucumán o Crucero del Norte eviten los costos de enfrentar a Guillermo Brown, de Puerto Madryn.

En la AFA no se dirimen ideas. Sólo poder. No se discute cómo adecentar tanta indecencia sino ver cómo ampliar la porción en la torta de influencia de cada uno. No se debate qué fútbol queremos sino cómo salir del paso después de la cagada que uno mismo se ha mandado.

No pregunten más qué nos parecen la Superliga, la Comisión Normalizadora o la herencia de Grondona.

Nada cambiará profundamente si antes no terminamos con dos asuntos de una profundidad infinitamente mayor que cualquier debate por cargos o cifras.

Por un lado, la financiación del circo por parte del Estado. No tiene ninguna explicación que en un país con un tercio de la población debajo de la línea de la pobreza se destine dinero para solventar los gastos del equipo de fútbol de un club (no digamos más que se financian a los clubes, porque es mentira).

Por el otro, los barras bravas.

Y aquí no hay mucho más que aclarar. Todo está dicho. Justamente porque nadie desde el poder quiere hablar del asunto.


 

lunes, 6 de julio de 2015

Argentina ganó algo más valioso que un título… @dealgunamanera...

Argentina ganó algo más valioso que un título…

Así sufrieron los penales los jugadores argentinos. Foto: AFP

Pese a la final perdida en Chile y la mezcla del fútbol con la política, el seleccionado de Martino se trajo algo duradero: una identidad.

Vea, vea, vea, Señor Presidente, tenemos el mejor equipo del continente”, le gritaba el público enfervorizado del Buenos Aires Lawn Tennis Club a un sonriente Videla mientras Guillermo Vilas era paseado en andas por delante del Palco Oficial. Era marzo de 1977 y la Argentina acababa de derrotar por primera vez en la historia a los Estados Unidos en la Final Americana de la Copa Davis.

“El que no salta es un holandés, el que no salta es un holandés”, fue el grito de batalla de la final del Mundial 1978. Decenas de miles de fanáticos saltaban y cantaban en las tribunas del Monumental aquel histórico 25 de junio. Los miembros de la junta militar ni cantaron ni saltaron. Hubiese sido un desliz imperdonable para gente enjuta que tampoco se permite tener sexo con la luz prendida. Pero sonreían manejando una batuta imaginaria, cual Barenboim de la tortura y el terror.

Millones replicaron el ritual, que se mantuvo indeleble hasta el presente con sus matices: reemplácese “holandés” por “inglés”, “militar”, “bostero”, “gallina” o lo que corresponda. Y muchos miles dedicaron idéntico cantito un año después, cuando una multitud se reunió en la Plaza de Mayo a pedirle a Videla que saliera al balcón de la Rosada para festejar el título mundial juvenil de Maradona y amigos.

1977. 1978. En la Argentina gobernaba Videla. En Chile gobernaba Pinochet. Dos personajes siniestros y repugnantes. Lo suficiente como para que comprendamos que ellos tenían demasiado más en común que lo que intentaron instalarnos a través de amenazas de guerra y traiciones regionales.

Los últimos días han tenido una cuota casi idéntica de ilusión por el gran fútbol y patetismo por la provocación de ida y de vuelta de la mano de argumentos que no tienen que ver ni con una pelota, ni con la realidad.

Lo de la pelota es obvio. Respecto de la realidad me gustaría recordar que, un rato antes de que un puñado de militares chilenos decidiera apoyar a los ingleses en la Guerra de Malvinas –33 años después supimos que ese apoyo se debió al eventual conflicto por el Beagle–, otro puñado de militares, pero argentinos, pretendió perpetuarse en el poder provocando uno de los más grandes crímenes de lesa humanidad que recuerda nuestra tierra: mandar al muere a chicos de mi generación –clase 63, número de sorteo 282, ausente de Malvinas por no haber tenido instrucción ya que fui número bajo para la colimba–, muchos de los cuales no conocían ni las armas que no pudieron usar, ni el mar cerca del cual murieron.

Me da una profunda tristeza que desde las redes sociales o los mensajes que se dejan en los programas de radio, de un lado y del otro de la cordillera mezclemos tanto las cuestiones hoy, momento en el que lo que nos enfrentó fue tener los dos mejores equipos de fútbol de la región. Seguro, los más ambiciosos.

También, desde algunos medios. Parece mentira que gente de prensa que vive a diario un fútbol miserable, vacío de visitantes y repleto de ladrones, instale cuestiones vinculadas con el miedo de unos o la arrogancia de los otros. Serán los mismos que, prontamente, hablarían de vergüenza, barbarie y descontrol si eso que siembran se convirtiese en violencia de tribuna. Saben perfectamente que se dirigen a un público que, en algunos casos, no está en condiciones de manejar adecuadamente las provocaciones. Ponemos en mano de un orangután una granada sin espoleta. Y no nos importa.

Doy fe de que la cuestión de la distorsión no fue sólo asunto nuestro. Tuve el honor de ser invitado a participar en un par de programas de radio chilenas y, en ambos casos, hubo que atravesar tanto el asunto de la violencia instalada por una rivalidad que, en el fútbol, no es tal, como el de la receta que tendría Sampaoli para frenar a Messi o si Martino mandaría a Di María a tapar a Isla.

Y mientras de un lado circulaba por cadena de WhatsApp una torpe versión adaptada del “Brasil, decime qué se siente”, del otro se despidió al equipo de su concentración santiaguina con carteles indignos de bien paridos. ¿Por qué habría idiotas de un solo lado de la cordillera?

Puedo entender a regañadientes que ante un momento de fútbol pobre alguno busque la alternativa de llamar la atención apelando a la mugre. Pero por la pretensión constante del seleccionado chileno, equipo que juega como cuadro grande desde el último Mundial para acá, y por la consolidación de una idea fantástica que insinuó la Argentina en el estreno, que afianzó ante Colombia y expresó brutalmente ante Paraguay, la de ayer era una final cuya previa ameritaba más que nunca hablar de fútbol. Y no atizar tristemente un fuego que, curiosamente, estaba apagado desde hace décadas. Porque una cosa es lo que usted piense de “los chilenos” –confieso que he tenido muchísima suerte con mis amigos trasandinos, pese a haber sido corrido a monedazos una vuelta en la Davis de 2000– y otra cosa es que ambos países vivamos en un conflicto permanente, que en realidad no existe.

¿Qué es lo que hace que tantos millones de personas pretendamos resolver alrededor de un partido de fútbol cuestiones que, de ser ciertas, nada tiene que ver con el deporte? ¿Qué pretendemos que hagan Mascherano, Messi, Medel y Vidal que no somos capaces de pretender de Cristina y de Michelle?

En un día de mucha gente yendo a las urnas, los argentinos deberíamos saber dónde y a quién se le reclaman las cosas de valor. Y que un éxito futbolero nos cambia el estado de ánimo durante un rato pero no revive a los muertos en una entradera del Conurbano, ni alimenta al pibe desnutrido, ni le da una mejor vida al jubilado. Ni mete en cana al funcionario corrupto.

Luego, el partido. Un partido decepcionante porque ninguno de los dos equipos se destacó en el aspecto del juego para el que demuestran tener más oficio, mayor vocación. Lo más sencillo sería entrar por el camino de los miedos. Sería faltar a la verdad. Lo que en realidad sucedió fue que los dos invirtieron brutalmente la ecuación éxito-fracaso que exhibieron en el resto del torneo. Tanto Martino como Sampaoli muestran, de modos diferentes, claro está, muchísima más vocación por construir y agredir que por desplegar defensas graníticas.

La Argentina afianzó la dupla Mascherano-Biglia que nació en el Mundial de Brasil como una herramienta clave para soltar casi permanentemente a Zabaleta y a Rojo. El Tata aprovechó aquella ocurrencia de Sabella pero ya no como un recurso para solidificar la estructura defensiva sino para permitirse sumar más gente en ataque, más un hombre con las características de Pastore.

Chile va potenciando un juego de posesión que a veces se contrapone con la característica frenética de sus dos hombres de punta, que ayer aparecieron demasiado frecuentemente por detrás de otros jugadores con menos oficio de área que ellos mismos. Sin embargo, la presencia de Bosejour como uno de los “cinco” del fondo –es mucho más hombre de medio juego exterior y de ataque que de defensa– y el enorme oficio de Isla para atacar por la banda derecha son parte de esa impronta de equipo protagonista que Chile viene buscando desde la llegada de Bielsa, con un correlato nítido de su heredero.

A esos equipos nadie debería ponerle en duda la ambición. Ni criticar la falta de ajuste que esa ambición les provoca en defensa.

Anoche fue diferente. Tanto como para encontrar de los dos lados a las principales figuras de la mitad de la cancha hacia atrás.

Chile tuvo su rato de superioridad cuando, al comienzo, dejó en claro que tenía más jugadores para desdoblarse en la recuperación y el avance que su adversario. Después, en un partido parejo, finalmente impreciso y que empezó con piernas ásperas y terminó con piernas tiesas, la Argentina dejó una leve sensación de superioridad. Fundamentalmente en el par de ocasiones nítidas más que dispuso respecto de su rival.

Los penales sacaron del maleficio histórico a los chilenos y, durante muchas de las horas que se vienen, llenarán el aire de reclamos de éxito por parte de la prensa y la opinión pública argentina.

Por lo pronto, fue una final en la que el entorno tuvo, previsiblemente, cero influencia. Se jugó como se jugó por las características, los momentos y las decisiones de los jugadores. Con más errores que aciertos, con el infortunio de la pronta salida de Di María, de enorme influencia en el resto del juego y el coraje descomunal de Mascherano, cuyas piernas aún se estarán preguntando cómo es que su cerebro y su corazón las siguieron haciendo correr. Pero nada de esto fue consecuencia de las bravuconadas, las provocaciones, Pinochet, las Malvinas y Chito Faro, ese de “Cuando pa’ Chile me voy”.

Sin ignorar la impericia que hubo para ser claramente superior al adversario en la final –aun jugando mal, como contra Jamaica, o peleándola, como contra Uruguay, Argentina siempre lo había sido hasta entonces– y de la perplejidad que provoca ver a un tremendo campeón como Messi sin poder levantar la copa una vez más en competencias oficiales de mayores con la celeste y blanca, sigo convencido que el seleccionado de Martino se trajo de Chile algo más valioso y duradero que un título: una identidad.

© Escrito por Gonzalo Bonadeo el domingo 05/07/2015 y publicado por el Diario Perfil de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.

domingo, 9 de noviembre de 2014

Dejemos al mundo chorear en paz... De Alguna Manera...


Dejemos al mundo chorear en paz...


Sin el Prode Bancado, el mamarracho del torneo de 30 equipos tiene fecha de inicio aunque nadie sepa bien cómo se va a jugar. ¿Por qué no dar marcha atrás con ese esperpento?

El asunto no es demostrar lo contrario, sino exigir pruebas al otro. Ese es el ejercicio del negador, del señor que, por distintas razones –van desde el soborno hasta la imbecilidad ad honórem–, antepone el reclamo de la investigación inviable –no hay recibos para la coima– a la necesidad de defender el dinero que es de todos. Es más, desde los medios, el mejor ejercicio es el de decir que no existen pruebas del robo, aunque las pruebas estén impresas en libros, exhibidas en la tele o hayan sido publicadas por el Boletín Oficial. A los alcahuetes no les basta ni que el chorro confiese en público.

Siempre me provocó entre curiosidad e indignación no poder explicar cómo hace cierta gente para vivir de cierto modo. De cabrón –y envidioso, seguramente–, más que necesitar pruebas que expliquen la corrupción, trato de sumar y restar para ver cómo se llega a tener un patrimonio millonario siendo monotributista. Me pasa con ciertos políticos, con ciertos gremialistas y con ciertos dirigentes deportivos. También con algunos hombres de prensa. Lo más probable es que mi prejuicio tenga que ver con mis malos modos. Y con mi escasa capacidad de ahorro.

A veces, cuando uno se enoja con el corrupto no sabe si lo que le molesta es la corrupción o no animar a corromperse. Tal vez, no tener ofertas tentadoras.

Del mismo universo de los negadores seriales forman parte los que se indignan cuando se critica a un muerto. “Es de cobarde criticar a quien no puede defenderse”, se enojan al mismo tiempo que no paran de ensalzar al finado, lo que no deja de ser parte de lo mismo. Muchas veces, ambas características conviven bajo un mismo DNI.

Es imposible hablar del fútbol argentino sin remitir a Julio Grondona. Para bien o para mal, sus 35 años entronizado en el sillón de Viamonte 1366 lo convierten en omnipresente, cosa que, por cierto, cualquier persona que lo haya tratado mano a mano más de cinco minutos sabe que es algo que Julio disfrutó y fomentó.

Como para bajar la histeria de sus viudas conceptuales –si acaso la palabra concepto tuviese acceso al edificio madre de nuestro fútbol–, tampoco se podría hablar de peronismo sin citar a Perón, ni de kirchnerismo sin citar a Néstor, ni de Paka Paka sin citar a Sarmiento. Se trata, básicamente, de un lugar común más del medio pelo autóctono que, en lo que a fútbol se refiere, compite con brillanteces del estilo de “2 a 0 es el peor resultado”, “no hay mejor ataque que una buena defensa”, “nunca hay que cerrar para adentro” o “el hincha paga y puede hacer lo que se le antoje”.

Dudo mucho de que la misma dirigencia de nuestro fútbol no hable de Don Julio todo el tiempo. Y no siempre con la nostalgia de los buenos recuerdos.

La estructura del fútbol argentino cruje de la mano de los nudos que sólo el más notorio de los Grondona sabe cómo se ataron. A esta altura, cabe sospechar que se llevó la solución dentro del cofre de sus más entrañables recuerdos.

Nadie tiene la menor idea de cómo solucionar el mamarracho del torneo de treinta equipos. 

A menos de tres meses del comienzo, ni siquiera se sabe fehacientemente cómo se va a 
jugar. Lo que todos saben es que el argumento madre con que se apuró a los dirigentes –si quieren más plata, será a través de un negocio de apuestas que exige un torneo de treinta equipos– hoy ya no existe: el asunto del Prode Bancado tiene la consistencia del AFA Plus.

¿Por qué no dar marcha atrás con ese esperpento? El argumento más frecuente es que no se puede defraudar a quienes sueñan con el ascenso masivo. Especialmente a los gobernadores e intendentes que aportaron a la causa. Al fútbol argentino le importa un carajo la infamia de que un dirigente de alto rango gaste el dinero del agua potable, los jubilados, los maestros o las cloacas, en comprar un puntero derecho o sobornar a un árbitro. Genial. Un ejemplo. Me pregunto si los dirigentes que avalan asuntos como éstos no son los mismos que, para sus emprendimientos privados, exigen honradez y reglas claras.

Para contrarrestar la versión de las apuestas –y cuidar la memoria de Grondona, lo que, insisto, también es hablar de alguien que ya no está físicamente entre nosotros–, Miguel Silva, secretario general de la AFA (en este tipo de organismos, ningún cargo que no sea el de presidente influye más que el de secretario general), habla de federalización del fútbol y de contar con un torneo más competitivo. Respecto de la federalización, en el mejor de los casos el nuevo torneo tendría representada a menos de la mitad de los distritos provinciales. Por cierto, no sería un ejemplo de federalización que la final de la Copa Argentina no se transmitiese por televisión abierta.

Respecto de la competitividad, es como si en los mundiales, después de la fase de grupos, se pasara de 32 equipos a 64. En ningún deporte, ampliar la cantidad de participantes garantiza mejorar el nivel competitivo. Por lo general, es al revés.

No lo culpo a Silva. Es noble de su parte defender los trapos que quedaron colgados de la azotea. Pero de estas cosas se trata la herencia que quedó en la AFA. 

De torneos llenos de asteriscos. 

De partidos que se suspenden por lluvia y se juegan dos semanas después en vez de hacerlo al día siguiente. 

De partidos que se juegan bajo el agua y otros que nadie sabe por qué se suspenden (Aldosivi-Argentinos). 

De espectáculos sin visitantes que se frustran porque se matan a tiros los locales. 

De dirigentes desesperados por viajar con un seleccionado al cual, al mismo tiempo, le niegan jugadores. 

De cotejos que, por el torneo doméstico, se juegan sólo con público local, mientras por la Copa Argentina van todos y por la Sudamericana no se sabe. 

De estadios con molinetes fantasma por los que pasan los mismos barrabravas que, en on, los dirigentes pretenden que otros condenen. 

De entrenadores y futbolistas huyendo como delincuentes de los estadios porque cometen el pecado mortal de perder partidos o patear mal una pelota mientras son agredidos por barrabravas que jamás harían nada bueno por un club. 

De clubes que soportaron el desguace de administraciones incalificables –especialmente, la privada, la de Blanquiceleste– pero que su clase dirigente no aprende la lección y no consigue presentar lícitamente los avales que le permitan participar de una elección. 

De clubes de los mejores, como Vélez, a cuyos padrones la justicia electoral acaba de detectarle una enorme cantidad de socios mayores de cien años o ya fallecidos, suficientes como para, con ellos solos, ganar una elección. 

De árbitros que no pueden explicar ciertas decisiones que toman y, en vez de aclarárselo a la opinión pública, la opción es hacerlos descansar una semana, castigarlos con un partido de ascenso o mandarlos a algún curso de la FIFA.

Entiendan la tolerancia de hablar, apenas, de cosas sucedidas dentro de la última semana. 

El repaso de tan sólo siete días sobra para entender de qué se trata esta mierda.

Lo más triste es que tienen razón quienes argumentan que buena parte de lo mencionado le importa poco y nada no sólo al hincha de fútbol sino al mismísimo socio de los clubes a los que pocos cuidan. El espectáculo deportivo que más amamos es el peor tratado de todos. Y el hincha que paga y banca el negocio –incluido el de muchos barras y algunos dirigentes– soporta cuando va a la cancha lo que no toleraría en ninguna otra circunstancia.

Fue en la cancha de Boca, pero podría haber sido en cualquier otra con convocatoria importante. Cada una de las miles de personas que esperaban pacientemente –hacinadas, observadas con fastidio por los muchachos de la policía– dejó en el primer cacheo encendedores, paraguas, botellas de plástico, hasta lapiceras.

Esas mismas personas acababan de ver, a diez cuadras de allí, cómo se cortó el tránsito para que, escoltados por patrulleros y a contramano, avanzaran un colectivo con gente colgada hasta de la rueda de auxilio y cuatro autos particulares –una cuatro por cuatro incluida– con una parte de la barra brava boquense.

La misma policía que ayudó a que los miserables llegasen sin complicaciones a su feudo de droga, robo y estafa a la pasión prohibió entrar en la cancha con elementos prohibidos por culpa de los que ellos mismos acompañaban como si se tratase de la Guardia Suiza y el papa Francisco.

No pretendo sorprender a nadie con el relato de algo tan común en nuestras canchas. Sólo quiero que el contrasentido quede impreso.

Nadie se tome el trabajo de discutir presuntas honradeces a partir de la falta de pruebas del robo. Dejemos al mundo chorear en paz.

Al fin y al cabo, basta con hechos concretos, vacíos de teoría y repletos de imágenes, para dejar en claro que, aun si nadie se llevase nada que no le correspondiese, vivimos en una sociedad infectada de personas que ocupan lugares que son incapaces de honrar.

© Escrito por Gonzalo Bonadeo el Domingo 11/11/2014 y publicado por el Diario Perfil de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Todo el contenido publicado es de exclusiva propiedad de la persona que firma, así como las responsabilidades derivadas.