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domingo, 16 de julio de 2017

Hijos de represores: 30.000 Quilombos… @dealgunamanera...

Hijos de represores: 30 mil quilombos… 


¿Cómo nombrar a los hijos de militares argentinos que cometieron violaciones a los derechos humanos durante los años 70? ¿Cómo heredaron las atrocidades que cometieron sus padres? En las entrevistas, las respuestas son distintas pero hay algo que se repite: casi nadie quiere hablar, el tema sigue siendo un tabú. ¿Es válida la categoría de víctima? El doctor en antropología de la UNSAM Máximo Badaró y el escritor Félix Bruzzone lo discuten en esta nota Anfibia.

© Escrito el Martes 18/02/2014 por Félix Bruzzone y Máximo Badaró, ilustraciones de Walter Montes de Oca y Publicado por la Revista Anfibia. (Página de Facebook)

Hay hijos de represores que no hablan porque no pueden, no quieren, no les importa, o no saben qué hicieron sus padres. Algunos rehúyen del pasado para pensar y actuar sobre el presente y el futuro pero a la vez se piensan como “hijos de”. Ni herencia ni destino: el parentesco también puede revelarse como una proyección de futuro que transforma la historia.

I

Cada tanto, en la casa de Daniela el teléfono suena y alguien dice:
— Tu papá es un hijo de puta.
Y corta.
A veces atiende ella.
Otras, su hija de trece años.
El mensaje siempre es el mismo.

II

El problema empieza con algunas preguntas.
¿Cómo nombrar a los hijos de los militares argentinos que cometieron violaciones a los derechos humanos durante los años 70? ¿Cómo heredan esos hijos las atrocidades que cometieron sus padres? Para algunos de los psicólogos que tratan casos así, estas preguntas son el punto de partida.
Pablo Campos nos recibe en su consultorio de Villa Urquiza, un cuarto pequeño con biblioteca de caña. Acerca algunas sillas y nos hace sentar en ronda. Es flaco y movedizo, aunque escucha y reflexiona atento ante cada pregunta que le hacemos.
Considera que la pregunta que traemos es, ante todo, política. Hace tiempo que trabaja con hijos de militares involucrados en la dictadura. Se presenta como psicólogo orientado al esquizoanálisis, una teoría contrapuesta al psicoanálisis, inspirada en la obra de Gilles Deleuze y Felix Guattari. Trabaja sobre la transformación de la subjetividad, los deseos y las prácticas individuales mediante su integración en procesos colectivos.
Algunos años atrás formó un grupo de discusión en el que parientes de militares interactuaban con parientes de desaparecidos, ex integrantes de organizaciones armadas y ex presos políticos de la dictadura. La experiencia duró poco más de dos años.
Este grupo no buscaba “reconciliación”. Su objetivo era contribuir, desde la práctica psicológica colectiva, a la causa de memoria, verdad y justicia.
Pablo tiene una posición tajante sobre la actitud de los hijos de los militares que estuvieron involucrados en la dictadura: si no condenan a sus padres y se distancian de ellos, se vuelven cómplices de sus crímenes. Para él, el camino de estos pacientes debería ser impugnar el vínculo familiar y explorar en el pasado de sus padres para obtener datos que aporten a causas judiciales y permitan esclarecer, por ejemplo, el destino de los desaparecidos. Pablo dice que de esta forma se recompone la subjetividad, el deseo, la historia personal.
—Las prácticas psicoanalíticas que se basan en el eje “papa-mamá-hijo son pura paja” —dice.
El grupo se disolvió en 2006, por los conflictos internos que generaron la radicalización de algunos de sus miembros y los temores que despertó la desaparición de Julio López. Pablo entonces se mudó a un pueblo de la costa del Río de la Plata, donde sigue con sus trabajos sociales y, en sus ratos libres, pesca pejerreyes. Sólo algunos días viene a su consultorio de Capital.
Otra forma de percibir a los hijos de militares represores, opuesta a la de “cómplice”, es la de “víctima”.
Y es esa condición de víctima la que María José Ferré y Ferré y Héctor Bravo, dos psicólogos que durante muchos años trabajaron en una obra social de las fuerzas armadas, identifican en muchas de las conductas autodestructivas, ansiedades y adicciones de los hijos de militares que hasta el día de hoy pasan por su consultorio psicoanalítico.
“Aunque no lo sepan, ellos también son víctimas, son las otras víctimas”, dice María José, acentuando la pronunciación de “otras” y evitando que se cuele el paralelismo con los hijos de desaparecidos.
Pero el paralelismo igual se asoma y el estatus ya consagrado de la “víctima” parece ensancharse y confundirse. ¿Los hijos de los represores también son víctimas de la dictadura?

III

En esta crónica no hay ninguna historia que marque el ritmo del relato: muchos hijos de militares tienen dolor y silencio acumulado, pero no una historia colectiva que haya adquirido estado público.
Hay individuos dispersos que llegan al consultorio psicológico con ataques de pánico, fobias, adicciones o problemas de infertilidad, y meses o años después de la terapia se descubren víctimas, cómplices o acusadores de los crímenes, abusos o delitos que sus padres militares cometieron en los años setenta.
Estos hombres y mujeres conectan recuerdos y conflictos familiares con las tragedias de la historia argentina. Y en ese proceso, lo que sus padres infligieron a miles de personas en nombre de la patria se vincula con lo que produjeron también en sus casas.
Cuando esas conexiones se producen, el hogar se vuelve campo de concentración, y el jardín de la casa de la infancia, monte tucumano.

IV

En el patio, el padre de Sofía y otro gendarme arreglaban una bomba de agua. Ella escuchó la frase.
—Apretala que vomita.
En los años setenta, su padre había entrenado a los perros que se usaban contra la guerrilla. Frente al psicólogo, la frase vuelve a ser dicha, involuntariamente, cuando Sofía habla de sus problemas de infertilidad.
El psicólogo, atento a los pliegues y ramificaciones de la subjetividad en la historia, la toma y la transforma en otro tipo de bomba, una que poco a poco explota en el cuerpo, las palabras y los vínculos de Sofía. Las explosiones repercuten en lo que familia no dice, develan verdades y transforman para siempre la relación con el hombre que entrenaba perros asesinos y ahora aprieta mangueras para que “vomiten”. Y también la liberan.
El psicólogo luego dirá, también, que lo que le ocurrió a Sofía no es muy frecuente. Ni siquiera en el consultorio. Él estima que son uno de cada diez de estos hijos los que se acercan a una consulta. Y aun así, algunos pocos de ellos consiguen llegar al lugar al que llegó Sofía. Es poco lo que estos hombres y mujeres saben acerca de lo que hicieron sus padres. Y son escasas las posibilidades de las que disponen para conectar esas situaciones, esas palabras y esos silencios con aquella historia trágica.
Y a veces, razonablemente, no hay voluntad de hacer esa conexión. El sufrimiento propio se niega, se invisibiliza o se transmuta en argumentos que justifican las acciones de sus padres. Porque muchos de estos hijos creen que todas esas atrocidades son cosas del pasado. Y que la vida debe continuar.

V

Las dificultades para encontrar a personas que quieran conversar sobre el tema se repiten. La gran mayoría de aquellos con los que entablamos algún contacto, además de pedir anonimato, no responden mensajes o faltan a las citas. Así, encontramos al hijo de un represor de La Plata que ya en una oportunidad hizo público su caso. Empezamos a intercambiar mails. Al principio, parecían fructíferos, pero pasaba el tiempo y todo se diluía, como si el hombre se hubiera arrepentido. Más tarde, explicaría por qué: en aquella nota en la que contó su historia, no respetaron el anonimato. Publicaron el nombre real de su padre.

VI

—Se hacen los boludos, sus papás eran unos monstruos pero mis compañeros se hacían y se siguen haciendo los boludos —dice Daniela mientras enumera a sus compañeros de secundaria, la mayoría hijos de militares quienes, según ella, no relacionan el maltrato que recibieron siendo adolescentes, y sus adicciones y frustraciones personales de la vida adulta, con el rol que jugaron sus padres en la represión.
Daniela tiene alrededor de 50 años. Es hija de un ex represor. Elige una mesa ubicada al costado de la puerta trasera de este café, cercano a una estación de tren. Cada vez que entra alguien y deja que pase el frío de la calle, Daniela mira hacia la puerta, levanta los hombros y se desarremanga el pulóver. Cuando la puerta se cierra, se lo vuelve a arremangar.
Al principio habla con cierta timidez. Luego, cuando llevamos ya casi una hora de charla, confiesa.
—Hasta último momento dudé si venir. No sé, es la paranoia, a veces una duda de con quién se va a encontrar, y yo misma tengo altibajos. A veces no me dan ganas de recordar esta historia.
El café está lleno de gente y de ruidos. Entre los pocillos que se chocan y el soplido de la máquina de café, Daniela relata la tragedia familiar. Los recuerdos parecen dejarla sin aire. Habla pausado, regulando la respiración. Algunas veces cuenta algo, mira hacia la calle y se pierde. Otras veces repite:
—Mi viejo me cagó la vida.
Es nieta de europeos que llegaron a la Argentina después de la primera guerra mundial. Según cuenta ella, cuando su padre tiene que justificar lo que hizo durante la dictadura apela a la idea de haberlo hecho para asegurar el porvenir de su familia. Antes del 76, estaba por retirarse: ciertas presiones que ella desconoce lo hicieron seguir.
—Todo era muy loco. Papá pegándole a mamá, pegándome a mí, a mis hermanos, y después, haciendo que nos agacháramos adentro del auto, por las dudas que nos fuera a atacar la guerrilla. Para los que vivíamos en un barrio militar como el nuestro, esas cosas eran de todos los días.
Mira hacia la puerta, levanta los hombros, se arremanga el pulóver.
—Y en medio de todo eso, el cuidado extremo: me mandaron a Brasil, a lo de mi tía, y me quedé allá casi hasta el final de la dictadura.
Aquel viaje también tuvo la ambivalencia típica de los actos de su padre. La resguardaba de la “guerra”, pero también la segregaba de la familia por considerarla “la oveja negra”. Sus dos hermanos se supieron adaptar mejor a las circunstancias: el que se hizo rico en Europa y casi perdió relación con todos ellos, no se cuestiona las turbulencias de esos años de padecimiento. El otro formó una familia y admira a su padre.
Entre sus amigos de aquella época, con los que últimamente Daniela volvió a contactarse a través de Facebook, y con quienes cada tanto comparte algún asado, las cosas son parecidas. Hay uno, incluso, que no se acuerda de nada. Ni siquiera del grupo de amigos. Va a los asados, e interactúa con los demás, pero es un hombre sin memoria. Y, como sugiere Daniela, está ahí para que todos, de alguna forma, justifiquen que es perfectamente posible vivir sin recordar todo aquello.
Ella, en cambio, recuerda. Todo el tiempo. Tras horas de conversación sabremos que en 1981, a los 19 años, intentó suicidarse. También, que su primer marido, padre de su hija mayor, se suicidó a los 29.
Es psicóloga. Estudió la carrera “para entender algo de toda esta locura”. Sin embargo, ninguno de los psicólogos que la trataron asoció su condición de hija de represor con los traumas que padece. Más bien, le dijeron siempre, las respuestas habría que buscarlas en la muerte temprana de su primer marido, en la temprana orfandad de su hija.
Daniela militó inorgánicamente en distintas agrupaciones de izquierda y, si se tiene que definir políticamente, dice que es “anarquista”.
Se ríe. En su cara, la risa queda como torcida, a medio camino entre una risa plena y un gesto irónico, los ojos entrecerrados. Y cuenta, como en una especie de puesta en abismo de todo lo que viene diciendo, lo que le pasó una de las últimas veces que vio a sus padres.
Acababa de despedirlos en la puerta de su casa. No había sido un encuentro agradable. Nunca lo es. Días después, un vecino que suele ayudarla cuando ella tiene algún problema en la casa, le contó que escuchó lo que dijo su padre antes de subirse al auto.
En la vereda, mirando a su esposa: “A ésta también tendría que haberla hecho matar”.
Daniela cuenta que hace tres años mandó una carta a Madres de Plaza de Mayo: comentó su condición de hija de represor. Dijo que estaba dispuesta a brindar ayuda en lo que estuviera a su alcance. Nunca nadie le respondió.
Ahora, dice que siempre respetó a las Madres. Pero que la ausencia de respuesta a su mensaje fue una decepción. Piensa, dirá luego por mail, que (para ellas) “todo lo que viene de los militares es rechazado, incluso los hijos.”
Al día siguiente de la charla en el café, nos escribe: “Salí del bar y me sentí como perdida, y eso me pasa cuando algo me recuerda el dolor de ese tiempo, como en el aire, así como cuando salía de mi casa, pasaba muy seguido, corriendo con las pocas cosas que había rescatado y sin saber adónde ir. En esa época yo era la peor en todo, tanto maltrato psíquico y físico, tratando de disimular un poco y no me salía,  llevaba un dolor que no podía decir”.
A pesar del dolor, la frustración y el silencio, en ningún momento Daniela nombró la palabra “víctima”.

VII

En los relatos de la dictadura y postdictadura es notable la reticencia a la circulación de estas historias. El discurso sobre los 70 suele licuar a padres e hijos del mal en un mismo caldo. Y nadie parece querer hacerse cargo de los matices que hay, no ya detrás de las vidas de los represores, sino tampoco de las de sus vástagos.
Del año 2008 se puede traer un ejemplo bastante contundente de los problemas de poner estos asuntos en escena. Por entonces se estrenaba en Buenos Aires Mi vida después (Lola Arias), obra que cuenta las vidas reales de algunos hijos de los 70, y donde los actores y actrices son los propios protagonistas de esas vidas. Una de las protagonistas es Vanina Falco, hija del ex oficial de inteligencia de la policía federal Luis Falco, apropiador del ahora legislador porteño Juan Cabandié. Ella, que es una de las hijas de represores que logró separarse del campo de concentración a escala íntima que se vivía en su hogar y llegó a testimoniar en contra de su padre, y a poner su propia experiencia en escena cada vez que se representa Mi vida después, recuerda cómo en las primeras funciones se acercaba gente anónima a cuestionar su participación. No era un cuestionamiento por cuestiones “artísticas”, o de “fondo” (ella misma se ocupa, en la obra, de marcar algunas de las instancias del proceso judicial que condenó a su padre, y del cual ella formó parte activamente), sino de “figura”. El solo hecho de que hubiera una “hija de represor” arriba del escenario, para algunos, resultaba controvertido.
Vanina, entretanto, reconoce las dificultades que pueden tener los hijos que no encuentran un rumbo. Y, a falta de colectivos de contención, es ella misma quien a veces se convierte en punto de referencia para otros.
—Algunos se me acercan” —dice—. Pero cada uno tiene que hacer su camino. Porque es gente que está bastante tocada. Si sacan esto afuera es porque encontraron algo bastante tremendo, y no es fácil hacer algo con eso. Todos tenemos nuestro grado de locura, pero algunos están mucho peor y realmente no pueden salir.

VIII

Hay hijos de represores que no hablan porque no pueden, no quieren, no les importa, o no saben qué hicieron sus padres.
Otros hijos de militares de los 70, en cambio, están dispuestos a hablar, y quieren intervenir públicamente. No se reconocen como hijos de represores, ni como víctimas, ni como cómplices. No tuvieron en sus casas campos de concentración en escala íntima y, en general, nacieron en democracia. Miran el presente, y lo cuestionan. Sus padres han sido acusados y condenados por delitos de lesa humanidad en los juicios de los últimos años. Ellos se movilizan, desde entonces, para criticar las falencias jurídicas y las motivaciones políticas de estos juicios.
El 7 de Octubre de 2013, en la marcha frente a los Tribunales de la Ciudad de Buenos Aires, este colectivo autodenomionado “Hijos y nietos de presos políticos” (presos políticos que vendrían a ser –la aclaración nunca dejaría de ser necesaria- sus propios padres y abuelos, muchos de ellos ex represores) se reúnen unas quinientas personas. Una primera línea, frente al atril por el que pasan los oradores del día, muestra señoras y señores, no muy jóvenes, pero enfáticos en sus gestos. Hay banderas argentinas y carteles hechos a mano. Uno de ellos, pequeño y artesanal, reza “¡NO! JUSTICIA TUERTA”.
Hay gente que vino desde lejos. Uno de los oradores, tucumano, cuenta las características de la lucha que llevan adelante en su provincia. Habla del rumor de los bombos como mantra, o liturgia, que mina la conciencia de los jueces que se preparan para juzgar (mal) a “los malos de los 70”.
Antes del acto contactaron a periodistas, pegaron afiches y grafitearon la ciudad. Bombos por ahora no suenan, aunque sí lo harán después, cuando el grupo invada las escalinatas de los tribunales y desate sus cánticos futboleros.
Los cuestionamientos básicos de “Hijos…” a la forma en que se están desarrollando los juicios contra ex represores apuntan a que los mismos, usualmente, pasan por alto las garantías constitucionales y, en muchos casos, a que los delitos que se juzgan muchas veces no son tales, o no están correctamente probados; y si lo son, si bien pueden enmarcarse dentro de alguna zona del accionar represivo estatal de la última dictadura, no deberían ser todos considerados como delitos de lesa humanidad, y por lo tanto considerarse prescriptos.

IX

Aníbal Guevara y Lorena Moore tienen menos de 35 años y forman parte de la mesa chica de “Hijos y nietos de presos políticos”. El padre de él cumple prisión perpetua en Marcos Paz. El de ella, en pocas semanas conocerá su sentencia. Apenas llega a este café en la esquina de Libertador y Coronel díaz, Aníbal ironiza sobre la esquina que se eligió para la reunión. Libertador y Coronel Díaz. Militares y oligarquía. “Este lugar no ayuda para cambiar el estereotipo sobre nosotros, pero más tarde justo tenemos una reunión acá cerca”.
Aníbal es músico. Nos cuenta que en su primera juventud solía llevar la remera del Che Guevara. Su padre no le decía nada, o zanjaba el asunto con el consabido “guarda que ese mató a mucha gente”. Su padre, por lo que él cuenta, sólo detuvo en sus respectivos domicilios, con actas correspondientes y a la luz del día, a cuatro personas que luego desaparecieron. Fue el único miembro de su unidad militar que se acercó a declarar en los juicios a las juntas en los años 80 y todos estiman que fue por esta participación como testigo que luego quedaría como imputado cuando a partir de 2003 se reiniciaron y ampliaron los juicios.
Aníbal cree que gente como su padre ni siquiera debería ser juzgada. Y al referirse a los juicios en su totalidad, estima que en casi todos los casos, aún en los que acusan a los monstruos máximos, hay errores procesales y presiones políticas que violan derechos y garantías constitucionales.
No reivindican el accionar de las fuerzas represivas ni sostienen la teoría de los dos demonios. Cuando formaron “Hijos…” querían diferenciarse de agrupaciones que cuando critican a los juicios contra los militares terminan haciendo una defensa de la dictadura, como la agrupación “Memoria Completa”, las apariciones públicas de Cecilia Pando o la revista “B1: Vitamina para la memoria de la guerra en los 70”.
Lorena es abogada. Desde el comienzo de la charla nos dice que nunca pensó que ella iba a tener que usar su pasión por el derecho penal para el seguimiento de una causa contra su padre por violaciones a los derechos humanos. Para ella los juicios contra militares eran algo que sólo aparecía en los diarios y en la televisión, algo relacionado con gente que había cometido crímenes. Pero no era algo que tuviera que ver con su familia. Por eso insiste en mencionar lo extraño que le resulta tener que ir a un penal a visitar a su padre y, por ejemplo, compartir la sala de visitas con represores emblemáticos del dictadura militar como el Tigre Acosta, Miguel Etchecolaz o el propio Rafael Videla y sus familiares. “Imaginate, yo nunca pensé que algo así me podía pasar a mí”- dice.
En la marcha del 8 de octubre frente a los tribunales de la Ciudad de Buenos Aires, Lorena recibe un llamado de la nieta del ex presidente de facto Bignone. “No pude ir, pero quiero que sepan que los apoyo”, les dice. Lorena la escucha durante media hora mientras piensa: “Todo bien, ¡pero tu abuelo fue presidente!”.
Aníbal refiere un caso similar, aunque más módico, que constata los matices en los que navega “Hijos…”: Una de las oradoras de la marcha frente a Tribunales es una mujer cuyo padre, también enjuiciado y condenado recientemente, era Teniente Coronel en los años 70. Se desempeñaba en una unidad militar cercana a Bahía Blanca que no participaba directamente en la represión, pero que estaba muy próxima a zonas operativas en las que se produjeron atrocidades de todo tipo contra miles de personas. “Con ella está todo bien –dirá Guevara-, pero también tenemos muchas discusiones porque, bueno, su viejo no era Teniente primero, como el mío, o Capitán, como el de Lorena,… ¡era Teniente Coronel!”. En muchas oportunidades Aníbal y Lorena llaman la atención sobre el hecho de que en la dictadura sus padres no ocupaban grados militares importantes ni tenían poder de decisión. Sólo obedecían órdenes.
Aníbal y Lorena dicen que su militancia surge de la necesidad de “hacerle el aguante” a sus padres inocentes (“pero no a los monstruos”- aclaran) y de buscar que los juicios sean ecuánimes.
Le preguntamos qué pasa si un familiar de un represor cuya culpabilidad en violaciones a los derechos humanos ha sido ampliamente probada judicialmente, se acerca a este grupo. Lorena piensa moviendo la cabeza y dice: “en realidad, los hijos de los que más tuvieron que ver ni se acercan, porque saben que son un quemo”. Aníbal aclarará, en un mail posterior a nuestro encuentro, que ellos no defienden personas, sino derechos.
Aníbal y Lorena saben que su militancia está repleta de ambivalencias. Saben que el riesgo de que sus actividades deriven en una defensa de los represores es grande. Y algunas veces, ellos mismos hacen poco para evitar esos riesgos, como cuando comparten actos con los grupos de los cuales buscan diferenciarse.
Otras veces, como el día de nuestra charla en ese café con reminiscencias aristocráticas, Aníbal y Lorena son explícitos en sus intentos de despejar cualquier sospecha de reivindicación de represores. Aníbal dice que si hubiese habido pruebas contundentes y un juicio justo que demostrase la culpabilidad de su padre, él no se opondría a la condena, la aceptaría. Redoblando la apuesta y criticando la irresponsabilidad de los altos mandos de la dictadura, Aníbal incluso dirá que “Videla es el responsable de que ahora mi viejo esté en cana”.

VIII

Una paciente llega tarde al consultorio de María José Ferré y Ferré. María José comenta que es muy habitual que los hijos de militares con los que trabaja no sean puntuales, o suspendan la sesión sobre la hora. Esta vez, la paciente llega bastante alterada, nerviosa, eléctrica. La excusa por la demora es “perdón, hoy estoy con 30.000 quilombos”.
Hasta 2007, hay confirmados alrededor de 15.000 desaparecidos víctimas de la represión ilegal de los años 70 en Argentina. Sin embargo, desde principios de los 80, el número emblemático que se lleva como bandera para reclamar por todos ellos es ese otro: 30.000.
La paciente no toma conciencia de la relación entre sus muchos “quilombos” y el número que usó para hiperbolizarlos hasta que María José, ya en la sesión, se lo plantea.
Los “30.000 quilombos” de la paciente que se atiende con María José resuenan entonces como producto, no sólo de una historia familiar complicada sino como resultado de todas las capas de discurso que hay alrededor de aquellos años. Son, también, los “30.000 quilombos” con los que tienen que lidiar personas como Aníbal y Lorena cada vez que visitan a sus padres en prisión, y cada vez que salen a la calle para llevar adelante la misión de utilizar la denominación “presos políticos” para designar a militares acusados de atrocidades cometidas en los años 70.
Quizá sean, también, muchos otros “quilombos” que están funcionando alrededor sin que los percibamos como tales (aunque sus efectos sean muy concretos), y con los que nos tropezamos al ensayar esta crónica. El silencio. La paranoia. Las ambivalencias de rehuir del pasado para pensar y actuar sobre el presente (y sobre el futuro) pero a la vez pensarse como “hijos de”. Quizá desatendiendo que en esa sola denominación está en marcha tanto la referencia a un pasado trágico como la reivindicación de un principio de acción política que en la Argentina ha adquirido dimensiones excepcionales: el parentesco sanguíneo como condición casi excluyente para el reclamo colectivo de justicia.
Pero el parentesco, lo sabemos, puede ser muchas cosas. Ni herencia ni destino, ni verdad revelada ni condena. El parentesco también puede ser una pregunta abierta, una proyección de futuro que transforma la historia.


Hijas de represores: las voces de las historias desobedientes…


Es una situación inédita en el mundo. Y una perspectiva para entender la historia argentina que jamás se había planteado: hijas e hijos de genocidas que se han ido conociendo en los últimos tiempos.

© Publicado el viernes 07/07/2017 por Revista La Vaca de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.

Desató esa necesidad de encuentro su rechazo a medidas de impunidad como el 2×1 que beneficiarían a sus propios progenitores condenados por delitos de lesa humanidad durante la última dictadura.

Y todo lo que cada una y cada uno venía elaborando durante décadas, desde que supieron que sus padres habían sido responsables del horror. Nunca ninguna circunstancia similar en la historia ha tenido este tipo de respuesta, que va sumando nuevos casos semana a semana.

¿Qué vivieron? ¿Cómo piensan? ¿Cómo nació el grupo? ¿En qué han cambiado sus vidas? ¿Qué significa romper el silencio?

Audio Bloque 1:


Audio Bloque 2:





sábado, 9 de junio de 2012

Desaparecidos... De Alguna Manera...

Un hijo de desaparecidos y su infinita búsqueda de un papá…

Las familias de las víctimas del terrorismo de Estado armaron sus vidas a partir de la ausencia. Silencio, alocadas sospechas y una fugaz sombra de venganza surgen como protagonistas de este texto autobiográfico.

En marzo del 76 desapareció papá; en agosto nací yo; y en noviembre desapareció mamá. Los dos militaban en el ERP. Él, al parecer, pasó sus últimos días al cuidado de los carniceros de “La perla”, en Córdoba; y ella, también al parecer, los pasó amparada por idénticos carniceros en “El campito”, en Campo de Mayo. Como mi abuela materna obligaba a mamá a dejarme todas las mañanas en su casa , me salvé; y ella fue quien me crió. Y como mi abuelo murió al poco tiempo de la desaparición de mamá, víctima de un cáncer bestial, mi abuela, a simple vista, era todo lo que yo tenía.

A mis ocho años, ella me mandó a un psicólogo que en una de las primeras sesiones me preguntó por la causa de la muerte de mis padres. “No sé”, le dije, y él me pidió que averiguara en casa. Y mi abuela, que hasta ese momento me había dicho que hablaríamos de eso cuando yo fuera grande, me lo contó. Así que a los ocho años yo ya era grande . Luego, aquel psicólogo entendió que, dentro de las condiciones de mi infancia feliz, faltaba una figura paterna; y entonces un día me ofreció ir a navegar con él en su velero. Como mi abuelo había sido marino, acepté rápido; navegamos juntos durante cuatro años.

En casa, en Buenos Aires, la figura materna era fuerte: vivía con la mamá de mamá . Aunque no fueran pocas las veces que, siendo chico, en medio de la noche me pasara a la cama de mi abuela para llorar (llorábamos juntos, recuerdo), nunca me pareció que faltara una madre. Sin embargo, padre no hubo . Reconozco que entre el psicólogo que me llevaba a navegar, el hermano de mamá y el marido de la hermana de mamá compusieron, efectivamente, una imagen importante. Pero padre, lo que se dice padre, no había.

Hasta que un día de enero del 99, mientras visitaba a mi familia paterna (ellos viven en Villa Mercedes, San Luis, de donde era papá), apareció mi tío Ramón Giménez.

No llevo su apellido –que debiera haber sido el mío– por obvias razones: cuando me inscribieron mi papá estaba desaparecido y me anotaron con el apellido materno.

Los huérfanos tendemos a ver padres en lugares inesperados. Y en los tíos, claro. Esto no es tan inesperado: de hecho, falta el padre y tener un tío-padre es de lo más natural. Pero en mi caso, como dije, no era tanto la ausencia de la figura paterna sino del padre, o al menos de un reemplazo consistente. Lo que faltaba era la experiencia del padre.

La aparición de mi tío Ramón –eran tres hermanos, Juan Carlos, Ramón y papá– en Villa Mercedes, vino a ser lo más parecido a esto. En ese momento yo tenía 22 años y hacía tiempo que no lo veía: él se había peleado con Juan Carlos, y se había convertido en una especie de sombra.

Ramón me saludó. El alcohol lo había perdido varias veces, y se notaba que de la última no había salido muy bien parado. Ahora vendía fiambres a comercios y todos le decían Paladini. Andaba en una F100 y me dijo de ir a dar una vuelta.

Te voy a presentar a alguien , adelantó. En el camino me hablaba de la F100. “Está floja de papeles, pero en el juzgado ya saben.” Un amigo que trabajaba en aquel juzgado lo dejaba usarla. La F100 se hundía en las hondonadas de las bocacalles y levantaba la trompa, parecía una lancha y hacía bailar, en medio del calor, la botella de ginebra y el agua tónica que Ramón me hacía servirle en un vaso.

Llegamos a una parrilla y me presentó al que atendía, un tal Tuqui. Le pidió que me reconociera; pero el tipo nunca me había visto, así que fue inútil . Cuando Ramón le dijo: “el hijo del Plomo”, el tipo primero se me quedó mirando, no hablaba, como golpeado por un buey, y después se emocionó; y cuando la emoción se le pasó habló de papá como nunca me habían hablado.

Siempre me hablaban de él como alguien deportista, ingenioso, entrador (y pesado, por eso lo de “el Plomo”, que reemplazaba a menudo a su nombre, Félix); pero nunca como el militante que mientras hacía la conscripción, entre otras cosas, había saltado a la fama (y a la clandestinidad) entregando un regimiento . Enseguida nos sirvió algo para picar, vino, soda, hielo, pan.

El Tuqui fue el primero que Ramón me presentó. En los 70, como ferroviario, había participado en las luchas sindicales y debió escapar, internarse en el monte y enterrarse unos años en un rancho perdido por ahí, lo usual.

Ramón tenía una historia parecida. No terminaba en un rancho, sino en Río Gallegos, donde se exilió con su primera mujer y sus hijos, y donde los militares no lo atraparon; aunque pronto lo atrapara el alcohol . No la contó aquella tarde, no hizo falta. Además, él quería hablar de otra cosa.

Fumaba . Yo comía pan con morcilla tibia y, en la parrilla, con lo que contaba el Tuqui, lo que callaba Ramón, y lo que diría después, los años 70 eran una especie de niebla luminosa.

Lo que Ramón dijo, entonces, fue que estaba buscando a un tipo que andaba en una grúa roja y que, según él, había entregado a papá a los militares. Tuqui de eso no sabía nada, pero podía averiguar. “Una grúa roja es fácil –dijo–; si son siempre azules, las grúas”.

Después fuimos a ver a varios tipos más. Uno atendía un kiosco. Otro era artista plástico. Otro era carpintero, y así. Y a todos quería meterlos en la venganza contra este tipo de la grúa roja. Nadie lo conocía, al de la grúa, pero Ramón de algún lado había sacado el nombre y bueno, ahí andaba, buscando. Como muchas de las cosas que hacía Ramón, todo tenía un aura extraña. Y era imposible decirle que no.

Buscábamos la grúa roja, preguntábamos. Él, de paso, me mostraba los lugares en los que solía andar papá cuando era chico, cuando era adolescente, cuando empezó a tener novias; y paralelamente, casi sin decirlo, me contaba la historia nunca contada, l a traición que según él todos callaban . Costaba entender, la ginebra a Ramón le trababa un poco la lengua, y las frases. Pero una noche, en su casa, desparramó todo con una lucidez asombrosa.

Según Ramón, aquel día papá había viajado a Río Cuarto a encontrarse con un viejo amigo (su gran amigo, de hecho, por entonces expulsado de la Fuerza Aérea), y había sido este quien lo había señalado para que el de la grúa roja lo siguiera y lo entregara en Córdoba. Pero también resultaba que este viejo amigo era un conocido de todos: Roberto, el hermano de la primera mujer de Ramón, también hermano de la mujer de Juan Carlos (porque los dos hermanos de papá, Ramón y Juan Carlos, se casaron con dos hermanas , vecinas del barrio). Para Ramón, Roberto era el verdadero culpable de la desaparición de papá. Un delirio, evidentemente. Roberto también era, en cierta forma, un tío.

Pero esa noche, con el calor sofocante alrededor, y bajo los efectos de las ginebras que yo también había tomado, no creerle a Ramón era estar más loco que él . Son esos momentos en los que la locura se vuelve lo más convincente que se tiene al alcance de la mano. Más en boca de quien en todos esos días había sido una especie de padre. Ramón habló tanto que llegó a decir que esa misma noche iba ir a matar a Roberto . De hecho, sacó un revólver de un cajón y se paseó por toda la casa blandiéndolo, como electrizado . Yo no sabía qué hacer, y menos mal que él en un momento se sentó y se quedó dormido, porque juro que no hubiera podido pararlo. Dormido, Ramón era el de siempre: un hombre desapegado y bondadoso, capaz de cualquier sacrificio por mí o por quien fuera.

Aquel verano yo estaba a miles de kilómetros de entender lo que pasaba; sin contar que era el tiempo en el que pensar en hacer justicia por mano propia, aunque hacerlo significara cometer un error infinito, era algo que estaba en el aire (mucho más de lo que se supone). En su novela Estrella distante , Bolaño toma ese guante y nockea. También Martín Prieto, en Calle de las escuelas N° 13 , y Silvia Silberstein, en Bajo el mismo cielo . Ficciones que afirman los deseos negados de revancha. Y preocupaciones latentes en las que todos esos “sueños” se volvían mucho más crudos; de mínima, pesadillas.

Y todo terminó ahí. A la mañana siguiente, como si nada hubiera pasado, como si Ramón ya se hubiera liberado de la historia terrible que tenía para contar, me despertó y me pidió de acompañarlo a trabajar. En la recorrida pasamos por los lugares por los que habíamos andado antes, pero Ramón ahora hablaba de sus clientes.

Sin embargo no me olvidé. Ese año escribí todo en una novela muy corta y muy triste que tengo ahí guardada (al final, entre varios, matábamos al tipo de la grúa roja), y al año siguiente hice un viaje de 5000 kilómetros para que uno de los hijos de Ramón me explicara la historia, que por lo que parece era una historia de odio a su primera mujer, y a su destino . Ramón buscaba vengarse no tanto de lo que había pasado con papá como de lo que le había pasado a él. O las dos cosas; como si la desaparición de papá, para él, hubiera sido el origen, y la causa, de todo lo que le había pasado después.

Cuenta mi tía Ana, la primera mujer de Ramón, que cuando nací y ellos vinieron a Buenos Aires a conocerme Ramón dijo: “a este chico hay que cuidarlo mucho , más que a nadie”. A su manera, sé que lo hizo así. Y aunque no entiendo si lo de aquel verano tuvo que ver con aquella primera voluntad, lo cierto es que a partir de ese momento entendí varias cosas sobre papá, y arranqué a escribir.

Mi vida de escritor empieza con las cartas que le escribía a mi familia de Villa Mercedes, se disgrega en las anotaciones de mi adolescencia, y se consolida, o cobra forma, después de aquel verano con Ramón . Si antes me había sentido orgulloso de haber tenido un padre idealista y, en mis fantasías, ideal, ahora ese orgullo era otra cosa, algo más inquietante, profundo e inseguro, y me lo había dado Ramón. Algo vivo, quiero decir. Amor, podría decir, aunque el amor sea tal vez otra cosa, quién sabe qué.

Desde aquella vez, también empecé a ver a mis tíos de Villa Mercedes como encarnaciones de papá. La venganza que Ramón tramaba no tuvo por resultado matar a nadie, ni siquiera encontrar una grúa roja, sino detonar el cuerpo ausente de papá y desparramar su carne, viva, en todas direcciones.

Cuando murió Ramón no llegué a ir al entierro, y lo lamento hasta el día de hoy. Cuando murió Juan Carlos, el año pasado, sí. Allá fuimos con mi mujer y mis dos hijos a despedirnos.

Se iba el mayor de los tres hermanos ; el final de una generación. Durante el velorio, varias veces, pensé que estar ahí era como estar, por primera vez, frente al cuerpo de papá. Me ofrecieron cargar el cajón y lo cargué . Era la última semana de febrero, estaba fresco. Esa noche, Roberto hizo unos pollos a la parrilla para todos; y a la mañana siguiente nos volvimos. La lluvia, en la ruta, era demencial.

© Escrito por Félix Bruzzone y publicado por el Diario Clarín de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires el sábado 9 de Junio de 2012.