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viernes, 24 de abril de 2020

¿En algo hay que creer?... @dealgunamanera...

¿En algo hay que creer?...

Una mujer con mascarilla transita por las calles casi vacías de Nueva York el 22 de abril Credit...Agence France-Presse — Getty Images

El miedo se ha convertido en el factor ordenador de la sociedad global en la pandemia. Pero ¿cómo orientarnos ahora que el miedo está desnudo?

© Escrito por Martín Caparrós el jueves 23/04/2020 y publicado por el Diario The New York Times, de la Ciudad de Nueva York, Estados Unidos del Norte de América.

Madrid — Fracasamos. Nos creíamos tan poderosos y un virus nos deshizo. Estamos encerrados, muertos de miedo, vivos de miedo, sin más recursos que dejar de hacer lo que hacemos, de ser lo que somos —y esperar que la desgracia tampoco nos toque—.

Fracasamos, y es una suerte que así sea.

Acabo de publicar una novela, Sinfín, en que la condición para acceder a la vida después de la muerte es aceptar el aislamiento eterno; la realidad, más modesta, nos pide este aislamiento transitorio como condición para seguir vivos unos años. Y este aislamiento nos convierte a todos en una especie rara, pre-enfermos, casi-enfermos, enfermos-to-be. Que no tenemos nada malo o anómalo en el cuerpo pero debemos quedarnos encerrados esperando, acechando con miedo el momento en que quizá tosamos, nos sintamos febriles, esas señales que dirían, si aparecen, que todo se derrumba.

Todo sería tan diferente si los viéramos. Si hubiera alguna forma de dejar de sentir que nos rodean unas presencias invisibles, intocables, portadoras de la muerte. Si pudiéramos abandonar el examen permanente, paranoico: del entorno por si tiene bichos, de nuestros cuerpos por si tienen síntomas.

Pero están, y nos llenan de miedo. Tengo miedo en España, donde estoy encerrado; lo tengo en Argentina, donde están encerrados los que quiero. Son mis dos países y en los dos tengo miedo.

Un gran avance: la sociedad global te permite tener miedo en varios sitios. Y el virus justifica: llevamos semanas y semanas dedicadas a tener miedo, a encerrarnos por causa del miedo, a dejar mucho de lo que hacemos, mucho de lo que somos por el miedo.

Somos el miedo. No hay nada más antiguo, más natural que el miedo. Cualquier animal tiene miedo; por él dejamos de ser animales y buscamos las formas de evitarlo: acumular comida para combatir el miedo al hambre, domesticar el fuego para calmar el miedo a los ataques, inventar dioses para luchar contra el miedo a la muerte, y así de seguido.

El miedo siempre estuvo presente en nuestras vidas, en nuestras sociedades. Pero nunca como en estos días.

La Vía Layetana, en Barcelona, el 21 de abril Credit...Samuel Aranda para The New York Times

Calles vacías, escuelas clausuradas, trabajos cerrados: encerrados, nos concentramos en temer. Vivimos bajo el influjo de la paranoia de Estado. El Estado —los estados, cada estado— nos dice que debemos tener miedo y lo tenemos. Por supuesto, nuestro miedo es lógico: la amenaza es real. Pero estos días sirven también para enseñarnos a obedecer los imperativos que ese miedo produce. No hay nada que los Estados usen más para controlar a sus súbditos que el miedo. Y el miedo los justifica: explica que, entre otras cosas, les permitamos ejercer su violencia sobre nosotros por nuestro propio bien, porque ellos saben lo que necesitamos.

El mecanismo es clásico: tenemos miedo de algo — siempre tenemos miedo de algo: de quedarnos sin comida, de que nos mate el enemigo, de envejecer, de los vecinos— y entonces el Estado nos protege y alguna religión nos protege. Para eso tenemos que creer: creer que hay un buen rey o presidente o líder que sabe lo que hace y nos guiará del otro lado del Mar Rojo, que hay un dios que nos quiere y nos cuida y es más fuerte que el dios de los del otro lado.

Ahora nuestro miedo está desnudo: no sabemos en qué cuernos creer.

Ahora los dioses no funcionan. La gran novedad de esta plaga es que, en Occidente, por primera vez en miles de años, a nadie se le ocurrió pedir a algún dios que nos preserve y cure. Y los jefes se equivocan todo el tiempo y no confiamos y no nos gustan y no los respetamos: no les creemos, no creemos en ellos. Y el capitalismo y el consumo desaforado aparecen, en tiempos de zozobra, como un exceso innecesario y se vuelve difícil creer en eso. Y los que se empeñaban ya ni siquiera pueden creer en Estados Unidos, que era otro artículo de fe, la guía del mundo libre y todo eso: resignó su liderazgo y se volvió, para muchos, artículo de risa. El gran referente, la gran creencia, en estos días en que todas caen, debería ser la ciencia. 

Un miembro del ejército español desinfecta la residencia de ancianos San José, en Ourense, España.Credit...Brais Lorenzo/EPA vía Shutterstock 

Un bacteriólogo muestra el proceso para hacer una prueba para el coronavirus en un laboratorio militar en Bogotá.Credit...Raúl
Arboleda/Agence France-Presse — Getty Images

Hubo tiempos, decíamos, en que un hecho como este habría sido asunto de religiones y otras magias. Ahora está copado por la ciencia: medicalizado. Son ellos supuestamente los que saben, debemos escucharlos, hacerles caso, creer en ellos. Y, sin embargo, desde que empezó la enfermedad se dedican a contradecirse. 

Dijeron que los asintomáticos no contagiaban, después dijeron que sí contagiaban; dijeron que no había que usar mascarillas, después que sí; dijeron que los curados no se contagiarían, después que quién sabe; dijeron que sí, que no, que no, que sí. 

Empezamos siendo fieles seguidores de sus órdenes; poco a poco nos convertimos en testigos asustados —aterrados— de sus contradicciones: cómo creerles hoy si no se sabe lo que dirán mañana.

No sabemos cuántos nos hemos contagiado, cuántos ya lo pasamos, cuántos podríamos andar por ahí sin ningún miedo porque ya lo tuvimos.

(La ciencia, además, es rehén de la administración y los dineros. Le faltan datos, medios, trabaja a oscuras como en las épocas oscuras. Somos una sociedad del conocimiento sin conocimiento, y eso no ayuda a desarmar el miedo).

Y aún así intentamos creer en la ciencia. Pero lo intentamos de forma equivocada: como si fuera una creencia. Querríamos una ciencia infalible como una religión. La ciencia es lo contrario de la religión: no está hecha para creer sino para dudar. Para creer que no se puede creer en nada, salvo en que creer es una tontería.

Es lo que nuestros clásicos llaman “método científico”: el ensayo y error, intentarlo, saber que uno puede equivocarse, intentarlo otra vez, equivocarse menos, saber que se puede seguir estando equivocado. En estos términos es difícil creer. Se puede, si acaso, confiar; creer es otra cosa.

Así que la creencia en la ciencia, en estos días de pruebas, no funciona, y nos hemos quedado levemente desnuditos. Blandiendo como queja la máxima de mi tía Porota: en algo hay que creer.

No tenemos en qué. Podría ser una oportunidad, si no tuviéramos tanto miedo.

¿Una oportunidad para reemplazar la creencia por la duda, por el pensamiento, por el deseo sin garantías? Eso sí que requiere valor. Eso sí que sería un cambio.

Así que, en principio, no lo hacemos.

Y vivimos asustados y, según toda previsión, viviremos asustados demasiado tiempo: socialmente distanciados, encerrados, teletrabajando, telerreuniéndonos, teleligando, rigiendo nuestras vidas por ese miedo. 

Ahora creemos en el miedo, sobre todo: es el principio ordenador. Y tratamos de pensar el futuro miedoso y hablamos de las consecuencias en los grandes rasgos y no pensamos —intentamos no pensar— que vamos a tener vidas muy distintas: la “nueva normalidad”, como empiezan a llamarla. 

Por supuesto, las diferencias también van a ser desiguales. Los privilegiados, por ejemplo, no vamos a poder viajar durante mucho tiempo; los jodidos, por ejemplo, no van a poder trabajar durante mucho tiempo. Y todos, unos y otros, tendremos tanto miedo.

Nos convencieron, con razones, de que todo es temible. Que debemos aislarnos: que el peligro es el otro, cualquier otro, que el infierno es el otro. Es esa danza en el supermercado, donde nos retorcemos para alejarnos del más próximo, donde compiten máscaras y los cuerpos se esquivan y cualquier roce es el horror. Hablamos de solidaridad pero nos tememos unos a otros como a la peste. Ahora cualquier persona es la amenaza: todas las personas.

La belleza del truco consiste en que cada cual es temible aunque no quiera. No es necesario ser un terrorista para sembrar el terror: alcanza con ser un ser humano —o un picaporte o una caja de ravioles—.

El miedo se ha instalado como un reflejo fuerte. Mucho de lo que pase de ahora en más dependerá de que sepamos olvidarlo.

Olvidar el miedo a los demás, los demás miedos.

Deshacernos del miedo y sus efectos y aprender a vivir con la duda. 

Los grandes momentos de la historia solían consistir en que el mundo se movilizaba para matar personas; este consiste en que el mundo se detiene para salvar personas. Aparece, entonces, la idea de que detener puede ser un arma tan fuerte como movilizar. Sobre todo si se trata de salvar. Todo consistirá, quizás, en moverse para detener ciertas movidas, ciertos movimientos: la acumulación y el despilfarro. Detenerse es moverse.

Y dudar en lugar de creer: repensar en vez de repetir. No temer a la duda sino a la certeza. O seguiremos insistiendo en el mismo fracaso, y fracasar no habrá servido para nada.

(*) Martín Caparrós (@martin_caparros) es periodista y escritor. Sus libros más recientes son el ensayo Ahorita y la novela Sinfín, que transcurre en 2070.





domingo, 1 de octubre de 2017

Cataluña: el viejo truco de la patria… @dealgunamanera...

Cataluña: el viejo truco de la patria…

El presidente del gobierno catalán, Carles Puigdemont, urge a sus seguidores a dar el sí a la independencia catalana en un discurso durante una manifestación, el 22 de septiembre en Sant Cugat. Fotografías: Albert Gea / Reuters

Nada nunca empieza, todo sigue, pero si esto fuera un cuento se podría decir que empezó hacia 2010, cuando la crisis económica global se ensañó con España. Ese año el Partido Popular consiguió que el Tribunal Constitucional anulara el Estatuto de Autonomía que los catalanes habían votado cuatro años antes. Gobernaba Cataluña el mismo partido de la derecha catalanista que ya lo había hecho durante más de dos décadas y nunca había hablado de independencia para su región. Tampoco lo hizo entonces.

© Escrito por Martín Caparros el miércoles 25/09/2017 y publicado por el New York Times (edición en Español) de la Ciudad de New York, U.S.A.

Pero la crisis arreciaba, y el Govern catalán decidió cortar por lo más débil.

Entre 2010 y 2015 redujo los presupuestos de vivienda, educación y salud públicas más del 15 por ciento. En ninguna otra comunidad española los recortes fueron tan brutales.

Hubo protestas, miles, en las calles. El Govern se asustó: debía hacer algo. Freud –cuánto hace que no citábamos a Freud– habló de los recuerdos pantalla, esos que sirven para tapar lo que no soportamos recordar. Más universales aún son los proyectos pantalla: los que sirven para tapar lo que no soportamos prever, las amenazas del futuro. Cualquier religión, muchos discursos políticos son buenos ejemplos. El partido de la derecha catalana recurrió al más clásico: el viejo truco de la patria.

Toda la culpa, dijeron, era de Madrid. Y allí el gobierno de la derecha española, también golpeado por la crisis, vio la oportunidad y saltó sobre ella: ¿qué mejor que imitar a sus correligionarios catalanes y agitar el mismo espantajo? Fue una curiosa coincidencia: Artur Mas en Barcelona y Mariano Rajoy en Madrid pensaron que los fantasmas patrios les servirían para disimular otros fantasmas, y los llamaron a los gritos. “El patriotismo es el último refugio de los canallas”, repite el doctor Samuel Johnson. A estos dos les convenía pelearse, revolear banderas: así empezó esta carrera de provocaciones, bravatas y tonterías que amenaza con crear nuevas fronteras.

La patria es una idea paranoica –funciona en referencia a una amenaza externa– y la paranoia siempre vende bien. Es fácil entusiasmarse con la patria. Es fácil imaginarnos distintos de los otros; es fácil imaginarnos mejores que los otros. Es fácil suponer que todos los males vienen de los que están más lejos, los que no son nuestros parientes, nuestros vecinos, los nuestros. Es más cómodo, más tranquilizador: evita ciertos roces y evita, sobre todo, el esfuerzo de pensar.

El mayor efecto de la patria es aplastar las diferencias, los matices: hace que cualquier consideración desaparezca ante la fuerza de esa banda de –supuestos– iguales. Frente al aumento de la desigualdad en la sociedad catalana –como en el resto de la sociedad española– en los últimos años por la concentración de la riqueza y la pérdida de empleo y los errores económicos, lo más fácil para muchos catalanes es decir “Espanya ens roba” (España nos roba). Es lo mismo que hicieron los británicos que votaron el brexit, los estadounidenses que votaron a Trump, y siguen los éxitos.

Así que la gran derecha catalana, extrañamente aliada con la izquierda republicana, con mayoría en el Parlament autonómico, convocó un referéndum para que los catalanes voten si quieren o no la independencia. Lo anunciaron para el domingo 1 de octubre y la ley que lo prevé dice que si gana el sí –por mayoría simple de votos, sin mínimo de participación–, el Parlament debe declarar, en menos de 48 horas, la independencia.

Independencia es un concepto vaporoso. Creo que muchos catalanes no se imaginaban el esfuerzo, el costo, la voluntad que requiere poner en marcha un país nuevo. No se veía –viví allí varios años– en la sociedad catalana esa energía y esa urgencia necesarias para inventar un país, para construir la realidad de una idea. Parecía que se imaginaban la independencia como un estado idílico, de amor y tradición, de retorno a un pasado que nunca existió. Que no consideraban que los obligaría a crear un gran aparato de Estado, a salir de la Comunidad Europea, a perder por un tiempo su mercado principal –España–, a resignar nivel de vida. Y que el Barça tendría que jugar un campeonato de segunda.

Por eso, hace unos meses no habría sido difícil contener ese impulso o, por lo menos, encauzarlo. El gobierno central podría haber buscado las maneras: informar sobre las complicaciones de una separación, insistir en que España quiere y necesita a Cataluña, discutir mejores términos de convivencia. Y, en última instancia, organizar un reférendum legal, consensuado, que aceptara que para plantear su secesión la población de una región necesita dos tercios o tres cuartos de los votos, con un mínimo de participación. Al fin y al cabo, todas las encuestas dicen que tres de cada cuatro catalanes quieren votar y decidir, pero menos de la mitad elegiría la independencia. Votar y votar por la independencia son dos cosas radicalmente distintas; la testarudez de Rajoy y los suyos las ligaron.

Un grupo de ciudadanos se reúne en Barcelona para mostrar su apoyo al referéndum del 1º de octubre por la independencia catalana, el 24 de septiembre de 2017. Fotografía: Susana Vera / Reuters.

Tenían muchas opciones y las despreciaron: se creen que para complacer a su público les conviene mantener la imagen de caballeros altivos inflexibles —que tan bien sirvió a sus ancestros para construir la famosa leyenda negra—. Y ahora insisten en su exquisita mezcla de sordera y agresión: siguen negándose a cualquier diálogo, secuestraron millones de boletas y carteles electorales, mandaron fuerzas de intervención policial con helicópteros y barcos, acusaron a más de 700 alcaldes, detuvieron a una docena de dirigentes, crearon un clima de ocupación que solo favorece a los otros nacionalistas. La imagen de la Guardia Civil española impidiendo votar a los ciudadanos de Cataluña es de esas que pueden durar décadas.

El gobierno del Partido Popular insiste en que el referéndum es inconstitucional. Lo es, según la ley, pero el texto de la ley no siempre traduce su espíritu. Es difícil, en una democracia, sostener que un pueblo no tiene derecho a expresarse en las urnas. Y es más difícil todavía reprimirlo por intentarlo. El referéndum puede ser ilegal; con su violencia, el Estado central lo está legitimando.

Siempre se dijo que la principal característica de los catalanes era el seny –el sentido común, la razón serena–; en este caso, la intolerancia centralista está acabando con él. Más y más catalanes se deciden por un independentismo que, hace unas semanas, los asustaba o no les interesaba. Más y más personas dicen que ya no importa lo que les cueste; que no quieren seguir tolerando los agravios y ataques españoles. Si alguna vez queremos saber cómo se llega a situaciones que parecían imposibles, el caso catalán será objeto de estudio: de cómo dos bandos que creyeron que podrían mantener controlada una pelea de baja intensidad rodaron al abismo.

El viernes Mariano Rajoy anunció que su intervención policial y judicial ya había logrado desarmar el referéndum. Es probable que el Govern, acorralado, no consiga realizarlo. La votación será remplazada por los intentos de votar: el próximo domingo esos intentos se convertirán en marchas, acampes, ocupaciones varias —como la que ya empezó en la Universidad de Barcelona—.

Así que nunca se sabrá qué habrían votado los catalanes. No habrá datos ni hechos ciertos sino nuevas ilusiones: lo que podrían haber logrado si no los hubieran reprimido. Los hechos se pueden discutir; las ilusiones no.

Y nadie descarta que el lunes 2 el president Puigdemont declare la independencia de Cataluña y que España intervenga manu militari y que catalanes resistan y que quién sabe qué. Mariano Rajoy pasará a la historia como ese necio que de tanto escalar una suave colina la convirtió en el Everest: gracias a sus esfuerzos los independentistas están ganando esa legitimidad que solo consiguen, en nuestras sociedades, las víctimas.

Nada le sirve tanto al viejo truco de la patria.


domingo, 22 de mayo de 2016

El Harmony of the Seas listo para zarpar… @dealgunamanera…

Así luce el Harmony, el crucero más grande del mundo


La embarcación de 362 metros de eslora tiene una capacidad para albergar a 8.460 personas.

© Publicado el viernes 13/05/2016 por el Diario La Vanguardia de la Ciudad de Barcelona, España.

El crucero más grande del mundo, Harmony of the Seas, ya ha sido entregado a la compañía Royal Caribbean y está preparado para navegar. Este coloso del mar mide 362 metros de eslora, 66 de ancho, 72 de altura y tiene una capacidad para albergar 6.360 pasajeros y 2.100 miembros de la tripulación.

“No es solo el barco más grande del mundo, también es el más caro construido jamás para pasajeros. No quiero que me quiten ese mérito”, afirmó Richard Fain, director general de Royal Caribbean, durante la ceremonia de entrega. Y razón no le falta, el Harmony ha necesitado una inversión de 1.000 millones de euros para convertirse en una realidad.

“Hacer una barco de este tamaño en 40 meses es algo extraordinario. Es el éxito de miles de personas que han trabajado en el proyecto. El resultado final está a la altura de nuestras expectativas”, explicó Laurent Castaing, director ejecutivo de los astilleros STX France donde ha sido construido.


Con más de 66.000 metros cuadrados, esta nave es una ciudad flotante. Cuenta con 16 cubiertas para pasajeros, 24 ascensores, 2.747 camarotes, dos teatros, una pista de patinaje, un parque acuático con el tobogán más largo de la historia de los barcos… hasta tiene su propio Central Park para que los pasajeros puedan disfrutar de parque mientras navegan por el mar.

El Harmony of the Seas producirá un 20% menos de emisiones de CO2 por pasajeros y día que los barcos Oasis de esta compañía. Esto es posible gracias a la inyección de burbujas de aire por debajo del casco, que permitirán reducir el consumo de energía. Además, recupera el sistema de calor de los gases de escape para convertirlo en vapor, de este modo se podrá calentar y destilar el agua para el consumo a bordo.


El primer crucero saldrá a finales de mayo desde el puerto de Southampton. Entre sus destinos habituales estarán Barcelona, Florencia, Roma, Marsella, México, Jamaica y Haití.




viernes, 1 de abril de 2016

Messi anotó su gol 50 en la Selección Argentina… @dealgunamanera...

Messi anotó su gol 50 en la Selección Argentina… 

En Córdoba, Lionel Messi anotó su gol 50 en la Selección Argentina. Foto: Baires

Con el tanto ante Bolivia, La Pulga alcanzó la media centena de goles convertidos con la Albiceleste. Le restan seis para ser el máximo goleador.

© Publicado el miércoles 30/03/2016 por el Diario Perfil de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.

Si a algo nos acostumbró Lionel Messi a lo largo de su carrera, además de marcar alucinantes goles y asombrarnos con su extraordinaria técnica, es a romper récords. De todo tipo y de cualquier época. Eso sí, la gran mayoría en el Barcelona.

En la Selección Argentina, Lio ostenta un récord negativo y fue en su debut en la absoluta: lo expulsaron 47 segundos después de haber ingresado por Lisandro López, en un encuentro ante Hungría. 

Sin embargo, a sus 27 años la Pulga alcanzó una marca positiva con la albiceleste. 11 años después de ese fatídico debut de la mano de José Pekerman, logró esta noche su gol número 50 en el seleccionado al poner el 2-0 ante Bolivia con el que concluyó el partido, en Córdoba, por las Eliminatorias Sudamericanas para el Mundial de Rusia 2018.






domingo, 31 de mayo de 2015

Leonel Messi, mejor que en la Play... @dealgunamanera...

Mejor que en la Play...
En 10 segundos, 10 recursos futbolísticos para meter un golazo y mostrar por qué es el mejor del mundo. Messi y un tutorial en vivo de cómo se controla, se elude, se frena, se aguanta, se piensa, se remata.
Messi se empecina en no hacer goles normales. El primero que hizo para ganar la Copa del Rey sintetiza los recursos futbolísticos y físicos que lo convierten en el mejor del mundo. Diez segundos para un gol antológico. Diez recursos para entender por qué es el mejor del mundo. Segundo a segundo, recurso a recurso.
Un gol que si tenés a Leo en la Play Station, no lo podés repetir...

Control

Cuando recibió la pelota se tomó menos de un segundo para leer todo lo que se le podía venir. Control de la pelota y del juego. Parece que sólo mira los pies de Balenziaga pero ya sabe que hay otros dos jugadores del Bilbao que lo van a ir a cerrar. 

Amague y distracción

Su primer gesto técnico salir hacia dónde hay más lugar, enganchar para la izquierda. El movimiento es mínimo, rápido y enseguida lo frena en dirección contraria para ya ganar un espacio por el que se va a poder colar.

Velocidad de reacción

Forzó el espacio al enganchar y su pique corto dejó atrás a Balenziaga que intento frenarlo con la mano pero ni con eso pudo ponerse al nivel de Leo en la carrera. Messi advirtió que se le vienen dos más... 

Paciencia

Sabía que lo iban a encerrar y no se desesperó. Un tiempo que consiguen sólo los que tienen la claridad de esperar al momento justo. Se detuvo e invitó a que le vinieran a cortar. Los "provocó" futboleramente y caerían en la trampa.

Repentización

Beñat fue a buscarlo y Messi ya había enganchado hacia el medio. Lo dejó medio en ridículo pisando la línea.

Técnica individual

No hay espacios pero él los consiguió. Técnica individual para toca la pelota por un vació que sólo vio él. Balenziaga quedó pagando. Rico se dio cuenta de que avanzaría y empezó a correr para cerrarlo.

Convicción

Messi fue quizás el único de todos los que vivieron cerca de la jugada, con la convicción de que una jugada más al costado de la cancha podía ser una jugada de gol. Y no dudó en encarar en diagonal por más que Rico se le viniera encima.

Fortaleza física

Rico se le fue encima y Messi lo borró bancando físicamente el cruce. Sabía que su velocidad era imposible para el rival pero justamente venía tan a mil que cualquier contacto podía desestabilizarlo. A él, no.

Gambeta

¿Quién dijo que en el área no hay espacio? ¿Quién dijo que no hay tiempo para seguir inventando historias? Laporte trató de sacarlo para afuera y Leo hizo un rebaje infernal. Iba a 100 km. por hora y lo gambeteó hacia adentro.

Poder de definición y gol

Cuando vio que se le venían otros dos rivales encima, Messi sacó el zurdazo al primer palo. Sin espacio para darle trayectoria a la pegada, metió el remate seco y fuerte. Si el arquero esperaba su clásico tiro con comba hacia el segundo palo, no contó con Messi.
Diez segundos, diez recursos, un jugador, dos copas y el sueño de una tercera en días. Messi hizo un partido genial. Para ser campeón, para ser otra vez mejor que en la Play.

© Escrito por Diego Macías el sábado 30/05/2015 y publicado por el Diario Deportivo Olé de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.